La ciudadanía también tiene relación directa con esta evolución de la sensación social, la conciencia nacional y la opinión pública, dado que requiere otro vínculo de unión distinto, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basada en la lealtad a una civilización que se percibe como patrimonio común. Es una lealtad de hombres libres dotados de derechos y protegidos por un derecho común. (Saltor y Espindola, Sobre la Idea de Ciudadanía, 2008).
En tiempos de pandemia o de peste, suelen aclararse las cosas, como si de la enfermedad y de la muerte surgiera la lucidez. Porque esta pandemia ha dejado en claro, una vez más, la extrema precariedad de nuestra civilización humana. Es triste decirlo, e incluso puede ser hasta violento, pero es lo único que la peste, tal como en esa obra excepcional que es La Peste de Camus (mal que le pese a Vargas Llosa), nos revela y denuncia, esto es, la precariedad de lo que somos a pesar de todas las grandes palabras y de todas las certezas políticas y económicas que insistimos en mostrar. Si existen leyes naturales o no, podemos decir que, con seguridad, existen, pero no las conocemos, claro está. Ciclones, cataclismos, maremotos, erupciones, nunca podemos preverlas. Allí están. ¿Qué más quieren? Y el caos y el sinsentido hacen el resto. Pero si podemos reflexionar al respecto ―y tratar de establecer todas la extensiones y comparaciones críticas que se imponen―, creo que podemos situarnos en el contexto y, además, proponer algo, en toda su dimensión. El animal humano si es social le cuesta mucho. No es nuevo lo que estoy diciendo, como no son nuevos los procesos sociales. Pero las cosas humanas siempre tienen un grado de sorpresa, de encantamiento o de decepción. Mal que nos pese parece haber un péndulo implacable.
Por eso mismo, o por el otro que siempre suele estar allí, pensar en la Revolución Constituyente de 1859, de su auge y de su derrota, es más que atingente a las realidades de hoy. Tanto a las del mal llamado “estallido social” como a las del maldito virus del Covid19. La cuestión se sitúa en el viejo problema de la historia: si hay leyes en ella o no, si aparte de darnos lecciones es otra cosa, si somos lo que somos porque somos eso. Porque no se trata de la manida frase ―y pésima metáfora, tan mala como la del hablante lírico― de “mirar hacia el futuro”, como tampoco de “no olvidar el pasado”. Ambas operaciones contienen un alto grado de culpabilidad. Y la culpa es aquello de lo que suelen aprovecharse los poderes, autoritarios o no, para manipular el cuerpo social. Esto último dicho adrede por toda la connotación que ello tiene. Cuando hablamos de “mirar hacia el futuro”, lo estamos determinando y, por eso, culpabilizando, Si no somos capaces de ese futuro que avizoramos es que entonces no somos capaces de nada. Cuando hablamos de “no olvidar el pasado” lo estamos transformando en un lastre, en una herida purulenta, y por esa operación en una dolorosa culpabilización. Si olvidamos el pasado, reciente o no, es que no somos capaces de asumir los errores y los horrores de nuestra historia y, por eso, incapaces de algo mínimamente serio. Otra cosa es la dinámica de lo aconteciente y de eso que somos en medio de ese aconteciente o, dicho de otro modo, estar en ese pasado y en ese futuro como partes de un mismo y múltiple movimiento que nos pone en movimiento. En ese sentido, recordar acontecimientos como la Revolución Constituyente de 1859 con su victoria en la Quebrada de Los Loros y su derrota en Cerro Grande, y proyectarla en las demandas constituyentes iniciadas el 18 de octubre de 2019, no es una cuestión de determinaciones culpabilizadoras sino que de la voluntad de situarse en aquello que Nietzsche llamaba la inocencia del devenir. Porque aquí se muestra la expresión de un deseo colectivo de movimiento y de cambio, en el sentido heracliteano del perpetuum mobile, esto es, de la afirmación de eso que somos en cuanto partes de la génesis eterna que es todo lo que nos rodea, y, dicho en nuestra actualidad, como eso que somos en cuanto ciudadanos libres y deliberantes. La ciudadanía es participación, pero, al mismo tiempo, si consideramos la participación como condición necesaria de lo que aquella es, la ciudadanía se define en lo constituyente como aquello que hace de la postura libertaria y de la solidaridad lo que nos define como seres dotados de razón y de sociabilidad más allá de las exigencias de los decálogos o de los códigos civiles (y penales).
Lo constituyente se define como lo opuesto a lo constituido, lo constituyente es a lo constituido como el movimiento lo es a lo detenido. Lo constituyente es aquello que está siempre siendo sin determinaciones ni culpabilizaciones de especie ninguna. Aquí nada tiene que ver con el resultado, sino que, con el puro goce del movimiento, no es la normatividad de la moral, sino que el gozo propositivo de la ética ―y de ahí, la afirmación de la vida como tal―. En ese sentido, lo que a mi juicio propone la Revolución Constituyente de 1859 es la posibilidad de una inflexión radical en la manera de construir una república sin exclusiones y sin centralismos castradores.
Por lo tanto, lo que aquí importa es lo que esta Revolución Constituyente de 1859 proyecta en nosotros, ciudadanos del año 2020, luego del 18 de octubre de 2019 y del confinamiento provocado por el Covid19, y con todas sus aspiraciones intactas y vigentes. Lo que aquí importa es la alegría de lo constituyente por sobre el eterno chantaje de la violencia y la tristeza o la vergüenza de lo destituido.
Algarrobito, Provincia de Elqui, abril, 2020.