Por Arturo Volantines
La “Obra Reunida” de Stella Díaz Varín, publicada recientemente (2011) —con presentación de Eugenia Brito y prólogo de Cristián Gómez Olivares—, es sólo parte de su obra, ya que no trae la poesía más reciente y aquella publicada en diarios y revistas, ni tampoco la bibliografía acopiada entorno a su obra. Sin embargo, creo que es aporte fundamental para escrudiñar los verdaderos alcances de su producción. Era tremendamente difícil encontrar sus textos. También, es un magnífico y oportuno homenaje de quien siempre estuvo en desasosiego con la sociedad.
Lo que me motiva a este comentario es la notable foto, que aparece en este libro cuando ella, en la plaza de La Serena, recibe la Medalla Ciudad de La Serena, que cada año, en el aniversario de este pueblo, se les entrega a sus ciudadanos más ilustres.
En La Serena aún vive parte de la tradicional familia de Stella. Cuando era presidente de la SECH de Coquimbo le envié una carta al Concejo Municipal de aquella época y a su alcaldesa, Adriana Peñafiel para que se le otorgara la Medalla Ciudad de La Serena a La Colorina. Mientras tanto, ya había intentado distinguirla siendo presidente del antiquísimo Edificio La Recova (Mercado de La Serena). Logré que viniera a La Serena; le entregamos una distinción; luego, recorrimos las mismas calles donde vivieran Alfonso Calderón, Braulio Arenas, Manuel Magallanes Moure y la familia de Dinko Pavlov, hasta llegar a la casa de su hermana Amelia, al clarear el día.
En otra ocasión, nos enteramos que se estaba muriendo en el Hospital El Salvador de Santiago. Le hicimos un diploma algo roñoso, y partí a la capital a encontrarme primero con Tristán Altagracia que retozaba en un viejo conventillo de Independencia, cerca del Cementerio General. Era un invierno cruel; llegué de madrugada castañeteando los dientes, y con un litro de vino blanco y algunas naranjas. Mientras Tristán preparaba el navegao le conté lo que pasaba. En la tarde, partimos a pie al hospital, ya que no que teníamos para la micro; bordeamos el Cerro Blanco y entramos a Bellavista. Luego, atravesamos por la plaza Italia hasta llegar al hospital. Se había terminado el horario de visitas. Saltamos unos murallones, y entramos a las salas de los moribundos. Nos costó sortear la vigilancia, y llegar a la cama de La Colorina. Fue tremendo encontrar la cama vacía y, como ya me había sucedido con mi madre en 1974, pensé lo peor. Nos abrazamos con Tristán, y dijo: —llegamos tarde. Cuando en lagrimados nos retirábamos, sentimos una sonajera de tiestos y mangueras. Era La Colorina que se había refugiado en el baño para fumarse un pucho. Le hice el discurso. Venimos los nortinos a traerte este diploma que es pobre, pero fervoroso como el desierto. Nos corrieron las lágrimas. Compañeros, mansa sorpresa; nunca me habían dado ni papel confort, dijo. Creímos que estabas muerta, musitó el Tristán. Y ella, gruñó: —jamásmente.
Habíamos quedado concertados para un causeo en su casa. Varias veces después la encontré en Santiago; nos tomamos unos copetes al pasar, y volvía a manifestarse el compromiso. Esto vino a cambiar un día que, con la habitual trasnochada en el cuerpo del viaje desde La Serena, le sacaba horas a la tarde en un bar cerca de la SECH acompañado con los poetas Pepe Cuevas, Jorge Naranjo y Tristán Altagracia. Tenía sueño. No tenía hotel, y no quería ir a la buhardilla heladísima de Tristán. Entre vinos, las andanzas de vendedor urbano de Pepe y la polola azafata de Naranjo, llegó La Colorina a exigirnos que fuéramos a su casa.
Sólo quería dormir, pero lo poetas me arrastraron a la casa de la Stella. Su casa —un departamento en Ñuñoa— se veía ordenadísimo, perfumada, olía a limpio. No había signo de extrema pobreza ni de mala vida; al contrario, había una luz de tranquilidad sobre los sencillos muebles. Stella preparó el causeo; salieron las botellas de vino, y la conversación avanzó hacia la madrugada. Mi cabeza empezó a derrumbarse en la mesa. Lo milagroso llegó cuando Stella de apiadó de mí y dijo: —buenas noches los pastores. Me miró: —Volantines, tú duermes conmigo. No sé que cara puse. Y, agregó: —para los pies. Fue un sueño dulce, cómodo, entre los chales y blandura de la cama, y si hubiese estado con mis ponchos argentinos, hubiera creído que estaba en mi hogar.
Después de la ceremonia de entrega de la Medalla, acompañé a la Stella a un bar. En la tarde apareció en La Recova muy feliz, porque había ido al municipio, y me dijo: —La alcaldesa me recibió en el salón de honor, me dio un café y me compró todos los libros. Pasado un año, los nuevos directivos de la SECH solicitaron que se le declarara hija ilustre, y el concejo municipal se negó.
Ahora que es domingo y escucho tangos, veo a la paloma que viene por la calle Cantournet, y se posa en el tibio sol de La Recova. Y conversamos tranquilamente, como en los viejos tiempos. Su mansedumbre conmigo aún me desconcierta.