En La Serena, la antigua oposición al centralismo capitalino, se encontró una vez más fortalecida gracias a la adhesión apasionada del pueblo. Y fue así que trescientos miembros de La Sociedad Patriótica de La Serena —a imitación de la Sociedad de la Igualdad de Santiago—, orientados y dirigidos por el tribuno serenense don Pedro Pablo Muñoz Godoy, que junto con el periodista Juan Nicolás Álvarez, los carpinteros José María Covarrubias y Rafael Salinas, el sastre Manuel Vidaurre y un herrero de apellido Ríos, más con la ayuda de tres oficiales comprometidos con los revolucionarios, para sorpresa de la guarnición militar, lograron apoderarse del cuartel militar. Muñoz y sus compañeros habían desarmado a los militares y en nombre de la revolución en cierne, requisaron todas las armas, 36 fusiles, pistolas y sables. Los rebeldes se habían adueñado del cuartel sin derramar ni una sola gota de sangre, sin que se oyese algún grito de alarma por parte de los militares. Sólo el grito esperanzador de los rebeldes que brotaba de sus gargantas con pasión, con amor a la revolución que ya empezaba a dar sus primeros pasos, retumbó como un cañonazo. Lenta, pero segura se fue expandiendo por toda la ciudad de La Serena: ¡Viva la República! ¡Viva la Revolución!
Algunos de los que acompañaron a Muñoz, corrieron hacia la plazuela en la cual se encontraron junto a otros compañeros con instrumentos musicales, y ahí tocaron la generala, es decir anunciaban a la ciudadanía que otra era empezaba a desarrollarse en La Serena. Paralelamente a esto, dos o tres muchachos treparon por la torre de la Iglesia de La Merced, y estando ahí empezaron a repicar las campanas de dicho templo.
Fue este el instante cuando la insurrección se hizo general en todo el pueblo. La insurrección dio origen a un organismo de poder, ya mencionado anteriormente, conocido como Consejo del Pueblo, organización que se creó gracias a un decreto firmado el 9 de septiembre por José Miguel Carrera Fontecilla, elegido por los revolucionarios como nuevo Intendente de la Provincia de Coquimbo. Carrera, junto a su amigo y compañero de lucha, Benjamín Vicuña Mackenna, habían llegado dos meses antes de la sublevación, a La Serena, exactamente el día 18 de julio. Ambos, habían sido encarcelados por su participación en el motín del 20 de abril, pero se habían fugado desde la cárcel de Santiago. La presencia de estos dos jóvenes revolucionarios en la región, fue decisiva para elevar el espíritu de lucha de los mineros, campesinos e indígenas que adhirieron a la revolución, convirtiendo aquel proceso en una verdadera lucha de clases. Según Santos Cavada —otro gran protagonista de la sublevación de La Serena—, refiriéndose a estos dos revolucionarios, los describe así:
“La presencia de estos dos jóvenes fue una especie de tea revolucionaria acercada a los combustibles que el pueblo había preparado”.
Este movimiento, en general en su comienzo, no tuvo excesiva violencia. Solamente el Intendente, don Juan Melgarejo, conservador de tomo y lomo, junto a los principales funcionarios públicos y jefes del partido gobiernista, fueron tomados prisioneros. El levantamiento en La Serena había triunfado sin la pérdida de vidas humanas y sin derramamiento de sangre. Las campanas de la Catedral anunciaban a toda la ciudad el principio de la revolución. “La insurrección —dice Vicuña Mackenna— se hizo jeneral en todo el pueblo, corrían por todas las veredas, los soldados de la guardia nacional, los jóvenes de los colegios, niños vagos de la calle, grupos de campesinos a caballo, mineros que habían bajado la víspera al pagamento del sábado. Los arrieros mismos i los vendedores de legumbres dejaban sus cabalgaduras i corrían por las veredas, haciendo sonar sus espuelas i hasta los soldados de la guarnición del Yungay, se metían al cuartel de cívicos i pedían un fusil, sin que les importara medirse con sus camaradas, si estos no habían de estar en ese día en las filas del pueblo”.
En otro de sus comentarios, el cronista e historiador, señala:
“Nunca hubo para la Serena un momento de más intenso regocijo, de un orgullo mas lejítimo, de una satisfacción más suprema, que en esa hora de la victoria del pueblo, que no tenía combate ni había contado un solo vencido. Era un levantamiento en masa, uniforme, irresistible, prodigio de la libertad, fruto de la unión de un pueblo, que se ha asociado para amarse, para hacerse fuerte, para triunfar”.
Las pocas personas que no se habían plegado a la insurrección, debido a su impotencia de no poder hacer resistencia alguna, poco a poco, a medida que pasaban los minutos, estaban entregando sus cargos —hayan sido estos militares o administrativos—, a los sublevados. Los pocos oficiales que habían partido al Yungay, donde confiaban resistirse al motín rebelde, fueron detenidos por los soldados, tropa que había optado por poner sus fusiles al servicio de la causa del pueblo. Precisamente eso fue lo que le ocurrió al intendente Melgarejo, quien al salir de su despacho con la resolución de parar el alzamiento insurgente, su primera medida fue el ordenar al puesto de guardia de la cárcel, situada en el ángulo opuesto a la Intendencia, el tomar las armas; pero el sargento mayor, un muchacho de sólo 20 años de edad llamado Vicente Orellana, le contestó que él y la tropa a su mando, no le reconocían ya como Intendente, rogándole que se retirara. Indignado por la actitud de aquel muchacho, Melgarejo corrió al cuartel, pero ahí, su sorpresa fue mayúscula, ya que fue arrestado por su propio ayudante. Igual suerte correrían: el comandante Monreal, el mayor Concha, el oficial de la Intendencia Gregorio Urízar y algunos agentes del gobierno.
Mientras tanto el pueblo, en una columna de unos trescientos hombres armados de fusil, se dirigía hacia el cuartel, al mando de un joven revolucionario llamado Ricardo Ruiz. En ese gran grupo de ciudadanos, que con paso resuelto se dirigían por la calle que conducía al cuartel de San Francisco, marchaban, además de Ruiz, Santos Cavada y el propio Vicuña Mackenna, a reunirse con las tropas del Yungay. Unos pocos de ellos sabían que contaban con la cooperación de esa tropa, mientras que la masa del pueblo, arrastrada por el entusiasmo, creía marchar al ataque, sabiendo que los fusiles que portaban no tenían ni la más mínima munición.
Al encontrar cerradas las puertas de aquel cuartel, la muchedumbre se detuvo indecisa y muchos empezaron a preguntarse, ¿dónde estaban los oficiales comprometidos, aquellos que juraron estar con la sublevación? Aquellos jóvenes que iban liderando el grupo de manifestantes, se adelantaron, más, cuando llegaban al cuerpo de guardia, se abrió de improviso la pesada puerta del cuartel, apareciendo en el umbral la figura del oficial Sepúlveda, que abría sus brazos al aire, empuñando en su mano derecha la espada de servicio, saludando así al pueblo por este gran triunfo.
Por aquella puerta abierta de par en par, ingresaron algunos jóvenes decididos, quienes todavía no se daban cuenta sobre lo que pasaba al interior de dicho cuartel. Encabezando aquel pequeño grupo de jóvenes, iba Santos Cavada, el “depositario de los juramentos de lealtad de los oficiales comprometidos i el que con su presencia podía recordárselos delante de las filas”. Felizmente, lo que encuentra Cavada al interior del patio, es a la tropa que estaba siendo arengada por el oficial Guerrero, con un ardiente discurso en el cual explicaba a la tropa que aquel plantel militar asumía los postulados en nombre del general Cruz y de la insurrección del pueblo y que se sumaba a la insurrección llevada a cabo por los revolucionarios serenenses.
El oficial Pozo, el militar que había asumido el mando de aquella fuerza militar, abrazó con efusión y cariño a Cavada, cuando éste le dijo que la hora, por fin, había llegado. Pozo, de inmediato dio la orden de desfilar y salir hacia las calles de La Serena.
Cuando la columna militar apareció por la puerta del cuartel, el pueblo ahí reunido, lo rodeó con entusiasmo y a los gritos de ¡Viva el Yungay! ¡Viva la Igualdad! ¡Viva Coquimbo! Se estrecharon en fraternal abrazo, civiles y militares. Pasada ya la manifestación de alegría, todos, soldados adelante y la multitud en la retaguardia, partieron hacia el cuartel de los cívicos.
Junto con el Yungay, entraba también al cuartel de los cívicos, don José Miguel Carrera Fontecilla, y junto a él se encontraban respetables personalidades de la ciudad. Entre ellos, se pueden nombrar a don Juan Nicolás Álvarez, don Nicolás Munizaga, el doctor Vera y el cura párroco de La Serena, don José Dolores Álvarez. Fue en ese cuartel en donde se realizó una proclamación provisoria de las nuevas autoridades de la provincia de Coquimbo. Una vez terminado el corto acto, se comunicó al pueblo y a la tropa que el cargo de Intendente de la Provincia de Coquimbo, recaía en la persona de don José Miguel Carrera Fontecilla.
Los revolucionarios, dirigidos por Carrera, decidieron ocupar el puerto de Coquimbo, siendo tomado esa misma tarde, gracias a la labor realizada por el joven comerciante Salvador Cepeda, capitán de la brigada apostada en el mismo lugar, y que era un hombre muy querido y respetado entre los “changos”, nombre con que eran llamados aquellos jornaleros y pescadores del puerto y que además en su gran mayoría, eran integrantes de la guardia cívica. Lamentablemente, el teniente Guerrero, el oficial que tenía la orden de apoyar a la guardia cívica de la costa, al atravesar la plaza de la ciudad con un piquete de 25 hombres a su mando, observó un pequeño grupo de vigilantes que estaban apostados en una esquina. Guerrero les gritó ordenándoles que se rindieran y que entregaran sus armas, más como se resistieran hacerlo y dieran vueltas para huir, los soldados, sin que su jefe pudiera impedirlo, hicieron una descarga cerrada, cayendo muerto uno de los vigilantes. Fue esta la única baja que tuvo la revolución serenense en su día de inicio, y ensombreció un poco los ánimos de los que temían que una gota de sangre derramada sería el comienzo del fin de aquella revolución. Premonición que se convertiría en realidad al cabo de unos meses.
El valle de Elqui caería al día siguiente. Se despachó en varias direcciones, entre ellos Ovalle, Illapel, Copiapó y a la capital la noticia de este movimiento. En palabras de Vicuña Mackenna, protagonista de primera línea de esta revolución, lo expresa así:
“Ninguna puerta se había cerrado; ningún espanto había ganado el corazón al grito de ¡a las armas!; ninguna mano había hecho violencia a la propiedad, ni siquiera había que lamentar un solo acto de brutal violencia, que se atribuye al pueblo cuando la embriaguez de una conquista sobre sus opresores desata sus pasiones reprimidas.
“Fue este el más bello, el más alto i grande de los momentos de la revolución de la Serena, i no hubo en verdad otro semejante en toda la era del sacudimiento político de 1851. La revolución era en esos instantes el derecho. La voluntad del pueblo había sido hecha i quedaba por tanto consagrado el derecho de su soberanía imprescriptible. —Una fracción de la nacionalidad chilena había reasumido dentro de sí misma el poder que las leyes de un poder más alto, pero injusto i desautorizado, habían subordinado hasta allí; i aquel acto de soberanía local era tanto más justo cuanto esas leyes habían caducado por si solas, con la inobediencia expresa del pueblo i la impotencia moral de las autoridades que podían hacerlas cumplir”.
Ese mismo día, 7 de septiembre, se dio a conocer al pueblo de La Serena una proclama. He aquí el texto de dicha proclama:
“¡Ciudadanos! Cuando el pueblo se conquista la gloria de derribar por si mismo al tirano, debe ser moral”.
“Vosotros no habéis desmentido las virtudes que os recomiendan”.
“En los movimientos puramente políticos os habéis conducido con honor i valentía”.
“Vosotros debéis cuidar de la vida i de los intereses de los vecinos”.
“Que en la historia se diga que vosotros habéis sido valientes para derrocar la tiranía i magnánimos después del triunfo”.
¡Viva la nueva República!
¡Viva el soldado heroico del Yungai!
¡Viva el Coquimbano esforzado i jeneroso!
“¡Pueblo de Coquimbo! ¡Hijos heroicos de la libertad, habeis triunfado sin que ninguna sangre ni lágrimas empañen tu espléndida victoria!
¡Adelante!
“Después del entusiasmo, necesitamos órden para realizar nuestra obra, la grande obra de vuestra felicidad, ¡pueblo desgraciado!
¡Adelante!
“Enerjía, prudencia, orden i la libertad es nuestra!
¡Vamos! ¡Imitad en el orden a los bravos del Yungai!
¡Viva la guardia nacional de Coquimbo!”
En aquel día de imborrable recuerdo en el corazón de la ciudadanía serenense, no se escuchó nunca ningún grito de venganza. El pueblo, como nunca, estuvo a la altura del derecho que había conseguido. Incluso, las autoridades más influyentes que representaban al gobierno en la ciudad, habían ido entregarse por si solas en manos de los revolucionarios, de tal modo que en La Serena no fue preciso arrestar a ninguna persona. Incluso Carrera, el mismo día, fue a ofrecer a Melgarejo su libertad, sin más garantía que su palabra de honor de no realizar ningún acto en contra de la revolución. Lo que el ex intendente aceptó, siempre y cuando se dejara en libertad a sus otros compañeros. Todos fueron enviados al Perú en un barco que se fletó expresamente para este objetivo, excepto don Juan Melgarejo que estuvo recluido en su domicilio.
Uno de los primeros acuerdos de las autoridades revolucionarias era el de dar a conocer al pueblo los objetivos de este proceso. Esta proclama estaba hecha a la medida del carácter del nuevo Intendente de Coquimbo, don José Miguel Carrera Fontecilla.
“Al Pueblo de La Serena i de los Departamentos Pronunciados por la Causa de la Libertad”.
“La alta misión con que se me ha honrado provisoriamente por la Municipalidad i el pueblo de la Serena, mientras se reúna la Asamblea provincial que nombrará la autoridad política i militar, aun cuando es superior a mis fuerzas, procuraré desempeñarla, a fin de corresponder en lo posible a la confianza pública. Justos motivos tuvo este heroico pueblo para separarse de un poder, que por espacio de veinte años, se había burlado de la soberanía nacional. No habiendo sido escuchados los reclamos, i convencidos los pueblos de la inutilidad de los medios legales; hollada escandalosamente la Constitución, resolvieron hacer respetar por si mismos su poder soberano. Este pueblo, de acuerdo con toda la República, mui principalmente con la ilustre provincia de Concepción, teatro fundamental de la restauración de nuestra independencia, ha reasumido noblemente su soberanía, dejando para la historia un hecho glorioso, que quizá sea el primero en el mundo político. La voz de la regeneración de la Serena tuvo eco en los departamentos de Ovalle i Elqui, como debía esperarse de su antiguo i distinguido civismo. En Combarbalá e Illapel habrá el mismo pronunciamiento por la fundación de la verdadera República ¿I quién podrá dudar del buen suceso de una revolución amparada por la Providencia, que guarda la libertad de todas las naciones? El triunfo de Chile ya no puede ser problemático: es un hecho que se desenvuelve en todos los pueblos con la energía heroica de los patriarcas de la revolución colonial.
¡¡¡Valientes Coquimbanos!!! No desmayéis en la grande empresa, que habéis acometido con heroísmo. Marchemos al término con el valor que dá la conciencia de la justicia de la causa nacional. Si se nos presenta la muerte, no creáis que nos arrebate la victoria. Delante de ella, seremos más esforzados; cumplamos la misión de salvar la patria, de legarla libre a las jeneraciones venideras. Morirá antes que abandonar el campo de la gloria, he aquí nuestro deber”.
José Miguel Carrera.
El día 9 de septiembre se crea el Consejo del Pueblo, un organismo que, en gran medida, paralizaría el accionar revolucionario de la sublevación. Cuatro días más tarde, se dio curso a una Junta de Seguridad Militar, compuesta por los comandantes de los escuadrones civiles del departamento, don Juan Jerónimo Espinoza, antiguo militar y don Antonio Herreros, y del instructor de caballería Salcedo, el único de los tres que tuvo un compromiso serio con la revolución.
También tomaron un buque de Carlos Lambert en Coquimbo, lo que provocó las protestas del dueño y la posterior intervención inglesa. El Gobierno no supo de este levantamiento insurreccional de La Serena sino el día 14 de septiembre, gracias a los comunicados que enviaron a la capital los gobernadores de Petorca e Illapel. En Concepción sólo se supo la noticia el día 19 de ese mes, comunicada por el gobierno central al ex Intendente Viel, cuyas notas fueron recibidas por la nueva autoridad, ya que días antes el general Cruz se había revelado en contra del gobierno de Montt.
El día 15 de ese mes, una pequeña expedición al mando de Benjamín Vicuña Mackenna marchó al sur de la provincia con el propósito de convocar a los departamentos de aquella región a la revolución. Sin mayores problemas fueron recibidos en Ovalle, pero al llegar al departamento de Illapel, dominado por la poderosa familia conservadora de los Gatica, esta expedición sufrió una derrota militar a manos de don Francisco Campo Guzmán, a la sazón, gobernador de Combarbalá, quien, días antes había salido de San Felipe al mando de un destacamento de Granaderos a caballo, y apoyado por un grupo de milicianos de Aconcagua, adictos al gobierno de Montt, dispersaron por completo a los montoneros dirigidos por Vicuña. Situación semejante sufrió un destacamento militar destinado a someter los departamentos del sur de la provincia de Atacama a la causa revolucionaria, que fue rechazado el 29 de septiembre por las milicias del Huasco y Vallenar, teniendo que replegarse nuevamente hacia La Serena.
En ese mismo mes de septiembre, Carrera Fontecilla, con los escasos recursos de armas y de dinero de que se podía disponer, formó un cuerpo militar de unos 500 hombres, nombrando como Jefe del Estado mayor a don Nicolás Munizaga –un hombre honorable y laborioso que había sabido conquistar, no sólo una considerable fortuna, sino, también el aprecio y consideración de sus paisanos-, y puso al mando de su fuerza militar a don Justo Arteaga, un militar de carácter altanero, cuya conducta en el motín llevado a cabo en abril de ese año en Santiago, no estuvo de acuerdo al rango militar que ostentaba: coronel de ejército. Parte Carrera hacia el sur con ese nuevo cuerpo militar —llamado Ejército Restaurador del Norte— formado en tan poco tiempo. El día 28 de septiembre, se hace cargo de la Intendencia de Coquimbo, don Vicente Zorrilla.
La guarnición militar en la provincia era pequeña, no sobrepasando los 300 hombres armados, y lo peor de esta situación, no contaba con muchos recursos militares adecuados a esta nueva realidad revolucionaria. Era, en el fondo el problema más grave a resolver para, sin lugar a dudas, una posible defensa de La Serena. En ese aspecto era preciso dejar al batallón de los cívicos que constaba hasta de seiscientas plazas y que era el único centro militar respetable para defender a la ciudad en caso que ésta fuese atacada. Sin embargo, a pesar de no contar con una fuerza militar respetable y de elementos de guerra, la revolución serenense contaba con la adhesión entusiasta de la juventud, de obreros, mineros y changos que corrían a alistarse. No era posible rehusar aquella noble determinación de la población de La Serena, y para tal efecto se resolvió establecer un campamento. Se organizó así la planta de la división expedicionaria y las fuerzas que debían componerlas se distribuyeron de la siguiente manera:
Infantería: Compuesta de tres batallones que llevaban los siguientes nombres: “La Igualdad”, “El Número 1 de Coquimbo” y el “Restaurador”.
Caballería: Un escuadrón de lanceros, que se denominó como “La Gran Guardia”.
Artillería: Compuesto por una brigada de tres cañones de montaña.
Se dio el mando de estos batallones a aquellos jóvenes más entusiastas y comprometidos con el proceso revolucionario, y a cada cuerpo militar se adjuntó uno de los tres oficiales veteranos del batallón Yungay que habían encabezado la revolución.
Batallón Igualdad: Comandante Pedro Pablo Muñoz Godoy, y el mayor Francisco Barceló. En este batallón participó Juan Muñoz Godoy, hermano mayor de don Pedro Pablo. Vicuña Mackenna lo retrata de esta manera: “Juan Muñoz era el hermano mayor del Presidente de la Igualdad, mozo valiente i en cuyo pecho no cabía tanta abnegación que la de morir que si fuera necesario por su hermano i su causa”.
Batallón Número 1 de Coquimbo: Comandante Manuel Bilbao, y el mayor José Ramón Guerrero.
Batallón Restaurador: Comandante Venancio Barraza, y el mayor José Agustín del Pozo.
Escuadrón de la Gran Guardia: Coronel don Mateo Salcedo, mayor don Faustino del Villar.
Brigada de Artillería: Comandante don Salvador Cepeda, y el mayor don José Antonio Sepúlveda.
Precisamente fue en esos días cuando arribó a La Serena, desde Cobija, lugar en donde había buscado refugio desde los trágicos acontecimientos de las jornadas de abril de ese año, el ya mencionado coronel Justo Arteaga. Militar que jugaría un importante rol en aquella revolución. Arteaga era un militar proscrito y que había sido condenado a muerte por el gobierno de Bulnes, y al conocer el levantamiento de La Serena, sin pensarlo dos veces, se embarcó hacia Chile, junto a su compañero don Santiago Herrera.
Estando ya en la Serena, Arteaga se presentó ante Carrera, a quien no había vuelto a ver desde la madrugada del 20 de abril, y ahí le pidió, en nombre de esa amistad, un puesto en el ejército revolucionario. Carrera aceptó aquel ofrecimiento y lo nombró general, a cargo de las fuerzas militares de la Provincia de Coquimbo.
Acordada con Arteaga y el Consejo de campaña, se ordenó la reunión de todas las fuerzas en el cuartel general de Ovalle. Para tal objetivo Arteaga, como jefe de la vanguardia partió hacia esa localidad el día 20; el 21 Carrera delegó la Intendencia a don Vicente Zorrilla y el 23 de ese mes se puso en marcha toda la tropa acantonada en Las Higueras bajo el mando inmediato del coronel Salcedo. En Ovalle todas las fuerzas se reunirían, ya que Carrera había partido de La Serena con don Nicolás Munizaga y todo su estado mayor.
Los revolucionarios, en su intrépido avance hacia la capital del país, ocuparon las más importantes ciudades de la provincia: Ovalle, Combarbalá e Illapel, pero al ingresar a lo que hoy es la V Región, fue donde se vieron obligados a retroceder ante el avance del ejército gubernamental que obtuvo una significativa victoria en la batalla de Petorca.
La división militar de La Serena contaba sólo con unos 500 soldados en sus filas, armados de una manera insuficiente, además de ser bisoños, carecían de toda disciplina castrense. Sólo el ardiente entusiasmo de los muchos jóvenes que se habían alistado en sus cuadros, le prestaban alguna respetabilidad y les ofrecían a los jefes militares alguna posibilidad de éxito.
Las tropas militares de la Revolución serenense, estaban distribuidas de la siguiente manera:
Infantería:
Batallón Igualdad: 145 soldados
Batallón Restaurador: 100 soldados
Número 1 de Coquimbo: 90 soldados Total de la tropa de Infantería: 335 soldados.
Caballería:
Escuadrón de la Gran Guardia: 60 jinetes
Artillería:
Brigada de 3 piezas, contaba con 30 artilleros y 30 fusileros. Total 60 personas Total de la tropa: 455 personas.
Esta pequeña cifra podía subir hasta 600 almas, contando para ello, a la oficialidad, conductores de carretas, empleados de parque, servicios de hospitales, etc.
Según Vicuña Mackenna, en su avance hacia el sur, la división utilizó el método de la marcha regular de una campaña, tomando todas las precauciones de la estrategia militar, y aún más, haciendo concesiones que llegaron hasta la ridiculez, concesiones a la holganza de los oficiales y al bien pasar de los soldados. Los jefes de la división coquimbana iban a obrar como militares y no como revolucionarios. Este gran error sería la perdición de la campaña del ejército rebelde.
Las fuerzas de gobierno que tomaron parte en el combate de Petorca, superaba los mil hombres, contando a los integrantes de la tropa y oficiales. Por el contrario, las fuerzas de los rebeldes, que entraron en combate no alcanzaban a los 400 hombres.
Según el parte oficial de la batalla de Petorca, enviado por el comandante en jefe de la División Pacificadora del Norte, narra lo siguiente:
Petorca, octubre 14 de 1851.Señor Ministro:
Persiguiendo al enemigo desde Quilimarí, que abandonando la provincia de Coquimbo se había internado en esta, dirijiéndose al centro de ella, para lo que procuraba ocultar sus movimientos verdaderos con otros finjidos, i burlar de este modo mi vigilancia lo alcance en este pueblo, al ocupar las alturas que lo dominan, i siéndome necesario desalojarlo de ellas, ordené al jefe de vanguardia que lo atacase, pero teniendo que sostenerla, se hizo general el combate, que duró desde las diez de la mañana hasta la una. La resistencia de los sublevados ha sido vigorosa i su derrota completa. Las fuerzas de artillería, armamento i municiones han caído en mi poder, como un número considerable de prisioneros, habiendo logrado escapar sus principales caudillos. No queriendo demorar a U.S. el conocimiento de un hecho que asegura nuestras instituciones, i por consiguiente, el órden i tranquilidad de la República, se lo doi a U.S. en los momentos de haberlo concluido, i aunque sus resultados han sido felices, deploro el que haya habido necesidad de él, por la sangre chilena que se ha derramado.
Me reservo para después el darle el parte circunstanciado, por no tener los datos exactos que se necesitan para hacerlo; pero lo haré tan pronto como lo obtenga i solo me limito a recomendar la distinguida conducta de los jefes, oficiales i tropa que componen la división de mi mando; por último, todos se han conducido brillantemente.
Dios guarde a U.S. Juan Vidaurre Leal.
Señor Ministro de Estado en el departamento de la Guerra.
En dicha batalla, treinta y dos fueron los muertos por parte de los sublevados, entre ellos el coronel don Mateo Salcedo y dos oficiales.
Del ejército del Norte no quedó sino un pequeño grupo de fugitivos, la mayoría de ellos oficiales, entre los cuales iban Carrera, Munizaga, Arteaga y otros principales jefes, que por senderos casi inaccesibles lograron volver nuevamente a La Serena. A mediados de octubre, La Serena ya había sida sitiada por el Ejército de Montt, pero los revolucionarios levantaron barricadas defendiendo la parte céntrica de la ciudad. Antes habían puesto en armas a los cívicos que aún quedaban en La Serena y reclutaron como voluntarios en las haciendas del valle elquino a decenas de campesinos e indígenas, y con ellos, una gran cantidad de caballería. Estaba ya en camino el sitio a La Serena, uno de los episodios más sangrientos, y quizás, el más trágico de la Revolución de 1851.