Apenas su respiración se afanaba: subiendo con los copiapoes, entre chañares y espinos, en la fundación de Chañarcillo. Se hizo administrador de la mina Candelaria a pura pezuña de lontananza. Domingo Faustino Sarmiento lo era de La Colorada. Ambos mineros, conversaron noche tras noche en el dulzor del mate con aguardiente. Y vivieron: revolución tras revolución en la placilla Juan Godoy. Sarmiento recitaba aventuras de la pampa húmeda y su deseo de civilización. Y él explicaba: los bosques de arena y cobre del desierto y su propósito radical de crear una identidad soberana.
Sobre su bonete, el cielo temblaba. Sosegado, en las trincheras, entre el humo y el ruido de las balas, animaba a sus tropas. A la derecha, sudado y enrojecido, Ramón Arancibia vociferaba descomunalmente. Los caballos en la retaguardia se encabritaban y elevan las patas salpicadas por las balas. A la izquierda, Pedro León Gallo sangraba mientras blandía su sable. Vio que su brazo se le esfumaba así la briza sulfúrica que pasaba. Y cuando se miró, estaba salpicado de pólvora, esquirlas y sangre.
Su brazo derecho desde el tronco había desaparecido. Parecía que se desvanecía, pero no podía dejar de arengar a su pelotón, mientras se advertía el triunfo sobre las tropas centralistas. El golpe, lo había estremecido y volteado levemente. Sin embargo, el encielado de oro había aparecido en sus ojos, esa mañana milagrosa del 14 de marzo de 1859.
No supo si finalmente se cayó o soñaba cuando se vio arrullado por el rostro refulgente y joven de Matilde Gallo que lo asistía. La cantinera era alta; y, contra el sol, se le volvía espejo donde se reencontraba: andando por el desierto de Atacama, sin alcanzar a darse cuenta si tenía o no tenía su brazo derecho. Pero, sí, distinguíase así trompo de sol y capacho en la pampa infinita: ataviado con bombachas, culero, escarpines y en su faja el corvo con cacha de hueso. No había antes ni después, solo andadura.
Olía con su fiebre de Alicanto la extensa costra mineral. Avanzó hacia el norte, detrás de la huella de su coterráneo Diego de Almeyda. Formó una legión de cateadores. Con sus mulas se anticipó hacia Nueva Garín, por Chañaral de las Ánimas y a las montañas cúpricas de El Salado. Y de pura intuición guerreó y se descueró, para guarecer a los puertos de Caldera y Chañaral.
Los habilitadores le habían comido el hígado, mientras él cateaba, pirquineaba, cangallaba, mediaba con los montes y construía la nación minera, porque su derrotero copiapoa le indicaba: sin rebelión no habría minería y sin minería no iba a nacer un crisol federalista.
De próximo, organizó una expedición, por alta mar, desde Caldera a Mejillones. Casi bucanero, dirigió expediciones tierra adentro. Y encontró el mayor territorio de cobre en la pampa sur del desierto. Dominó el aura costera. Creó la caleta de El Cobre y dialogó con los changos; luego, amansó a Paposo, y se volteó al sur y descubrió el mayor depósito cúprico en La Reventón. Y como dijo su coterráneo, Francisco Javier San Román, se volvió: el hombre de cobre.
Vivía, así la huella del viento. Siempre, una naranja coya, desde el cielo arborescente, le acompañaba en las espaldas como capacho. Pedro José Amado Pissis concluyó que Taltal era el puerto del futuro. Y el patiperro insurgente lo fundó, el 12 de julio de 1858.
Ahí mismo, se vino la Revolución Constituyente, de la cual nunca podría haber estado ausente, porque residía en esta: en su brújula, en su revelación y en sus hallazgos. Se lo había dicho Rudolf Amandus Philippi, al cual había paseado por todos los caminos embrujados, que él había develado, en el páramo lunero. Medio lagarto y medio guanaco: creó puertos, fundiciones, ferrocarriles, caminos infinitos. Abrió la cerca para entrar a la alberca de la plata: Cachinal de la Sierra y Caracoles. Y nunca necesitó tantos embrazados, porque cuando dejaba de ser cuerpo manco: silicato que respiraba y pestaña en lejanía de la pampa, se dio totalmente cuenta: era ya cerro inmenso en Antofagasta.