Edmundo Moure*
En este fin de semana frío y gris disfruto la relectura del dietario (memorias) de Josep Pla (Palafrugell, 1897; Llofriu, 1981), el notable escritor catalán, quien escribió toda su obra en la lengua materna de su patria de nacimiento, de existencia y de cultura, Cataluña (Catalunya).
En 1981, mi maestro Luis Sánchez Latorre, Filebo, me recomendó con entusiasmo la lectura del Cuadern Gris -por entonces recién editado en castellano- destacando la fina y fluida prosa de ese catalán de excepción, amén de su humor filoso y directo, a través del cual expresaba un escepticismo posmoderno y europeo que es poco habitual en España, salvo entre espíritus selectos como el suyo. Quizá porque España, con su monarquía eclesial, con casulla de feble democracia y resabios de trasnochado franquismo, sigue siendo, como afirmara Unamuno: “el norte de África y no el sur de Europa”.
Para quienes no le conozcan, Josep Pla no fue un “catalanista” (separatista), según se clasifica hoy a quienes pugnan por la independencia de Cataluña y su transformación en república; (esta palabra, república, asusta a los españoles de hoy más que la palabra demonio). Nada de eso. Simplemente fue un catalán de tomo y lomo que supo optar por la cultura singular y distintiva de su nación, viviendo y cobijándose en su bella lengua, una de las tres vernáculas de la Hispania, junto al vascuence y al gallego, que no son consideradas dentro de la nomenclatura “español” (castellano, en el bien decir). La opción de vivir en las palabras parece tan legítima como volcarse a las luchas reivindicativas; así lo escogió Josep Pla y, a juzgar por su obra, hizo bien.
Recojo, para mis amigos y lectores -también para mis adversarios y detractores- un texto de hace un siglo, escrito bajo el peso, desencantado y corrosivo, de la Primera Guerra Mundial, concluida un año antes de que Pla lo reflexionara con su pluma incansable (1918), cuya vigencia hoy en día se hace evidente.
“Mi Generación.
“…Nosotros venimos de los libros. Nosotros hemos leído y leemos libros. Creemos que hemos vivido porque hemos leído libros. Los libros nos han dado la esperanza de algo. Hemos esperado años y años que algo se produciría. ¿Qué se ha producido? Absolutamente nada. Nada. Esto nos ha llevado a suponer que los libros dicen una cosa y que la vida dice otra muy diferente. Los libros nos dicen que el mundo, los hombres, las mujeres, están hechos de una manera distinta. Los libros nos dicen que existe el amor, la gloria, la bondad, la grandeza. La vida nos dice que no hay nada. ¿De qué hablan los poetas? ¿Qué sentido tiene lo que dicen los poetas? ¿Por qué hablan de esta manera? ¿Quién les hace hablar así?
“He nacido en un pueblo pequeño. Los horizontes de mi vida han sido cortísimos. Estas circunstancias me han hecho especialmente sensibles a la fulguración de la letra impresa. Me pusieron los libros en la mano y los leí. ¡Qué bellas cosas se encuentran en los libros! La vida es esto y aquello y lo de más allá -dicen los libros- pero, después, resulta que nadie se da por aludido. Que nadie hace ningún esfuerzo para que las afirmaciones de los libros sean ciertas. Uno descubre que lo que dicen los libros sirve para disimular, para camuflar la vida mediocre y acomodaticia. No hay nada de lo que dicen los libros. Entre los hombres hay escasas diferencias: un poco más de higiene, de educación, un matiz de hipocresía. Los libros contienen lo que contienen, no para engañarnos; simplemente porque sus autores pensaban que nunca los tomaríamos en serio. Las épocas siempre han sido iguales y las que se llaman las ‘grandes épocas’ sólo han existido en la imaginación de los que han escrito los libros…”.
En lo sustancial, concuerdo con Josep Pla, aun cuando creo que, al cabo de tantos años en este oficio, tan extraordinario como mezquino en sus resultados utilitarios, es posible acogerse a la hospitalidad de la esperanza, una buena palabra para extraerla desde las cenizas tibias de la memoria y reconfortarnos con su calor revivido, reuniendo junto a ella, en el fogón del lenguaje, las otras palabras que hemos escrito y que las llamas del lar reescribirán, en un rito sin fin, para quienes sepan descifrarlas.
*Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros; se familiarizó con la poesía española y la literatura gallega en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la que su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, en 1989. Y Director cultural de Lar Gallego desde 1994.
Por cierto, para nosotros, los pocos, desde niños el libro fue el amigo que siempre estuvo dispuesto a entregarnos el mensaje venido de otras vidas. Nos abrió sus puertas para hacernos soñar, educarnos y crecer en la palabra, porque el lenguaje es lo que nos diferencia de otras especies. Para otros, los muchos, es perder el tiempo, gastar los ojos, enflaquecer el bolsillo, sin saber que se les deshilacha el alma en los recovecos de la ignorancia. Benditos sean los libros Edmundo.
Excelente comentario y reflexión acerca de los libros como objetos que cobran vida, en la medida que son descubiertos, tomados en cuenta, al abrirlos, ojearlos, desmenuzando cada palabra, cada frase, cada párrafo en una atmósfera de complicidad y de placer plenos entre autor y lector, creando un universo sublime a través de la inspiración e imaginación de la literatura.Gracias don Arturo por compartir.