La historia y su interpretación siempre serán terreno fértil de grandes conflictos y debates, especialmente cuando se trata de acontecimientos y procesos que de alguna forma desafían la visión propuesta por la historiografía oficial o dominante. Rescatar voces silenciadas por el megáfono del poder, desenterrar acontecimientos olvidados bajo los escombros de la historia, escudriñar en las grietas más profundas de la fachada oficial, devolver el protagonismo a los actores sociales y políticos desestimados por el discurso hegemónico, y ofrecer nuevas perspectivas y análisis que nacen a su vez de nuevas preguntas, es quizás una de las tareas más arduas, y a la vez más indispensables para el proceso permanente de recuperación de la memoria histórica de los pueblos; para el restablecimiento de la verdad de los hechos pasados, de modo que sirvan de referentes esenciales y de faros que orienten a nuestros pueblos, en la incierta tarea de forjar un porvenir mejor para nuestras naciones latinoamericanas.
Revisitar y revisar constantemente el pasado de los pueblos no es por ende una manía fetichista con el ayer, sino que es una tarea esencial para comprender mejor nuestro presente, y fundamental para determinar los derroteros del futuro. La deconstrucción crítica de la historia –la factual y la escrita- no nace entonces de una obsesión estéril y bizantina con lo que ya fue y no regresará jamás; por el contrario, parte de la premisa de que la línea de demarcación entre “lo pasado” y “lo presente”, es sólo una frontera imaginaria y arbitraria, ya que en los fenómenos de hoy el pasado aún vive y se torna actual, de igual forma como nuestro presente moldea y pervive inmerso en el porvenir. Como dijo Albert Einstein, el más grande decodificador científico del fenómeno del tiempo: La distinción entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una obcecada y persistente ilusión.
Los extraordinarios acontecimientos que se generaron en la provincia de Coquimbo, y que tuvieron su centro telúrico en La Serena, ciudad a menudo considerada bastión de ideas conservadoras y del catolicismo ultramontano, han sido usualmente marginalizados, o simplemente malinterpretados por numerosas vertientes de la historiografía oficial y también, a menudo, por la historiografía crítica y alternativa. Desde allí, la revolución liberal e igualitaria de 1851 de La Serena, generó un tsunami político, social e insurreccional que no sólo sacudió a toda la joven nación chilena, sino que despertó los afanes libertarios y de justicia social en la ciudad minera de Copiapó, donde surge un movimiento social contestatario, protagonizado fundamentalmente por las clases trabajadoras y la ciudadanía común y corriente.
El conjunto fascinante de ensayos que integran esta obra, fueron escritos por quienes viven y conocen por experiencia personal y directa La Serena, Coquimbo y Copiapó. Son mujeres y hombres que aman y conocen al dedillo esas tierras nortinas donde tuvieron lugar los dramáticos acontecimientos de 1851; acontecimientos, que si bien tuvieron otros focos de desarrollo en el corazón y sur de Chile, su epicentro se produjo esencialmente en la región de Coquimbo primero, y luego en Copiapó. Fue, por lo tanto, una revolución nacional, pero que sólo prosperó y llegó a plantear un serio desafío político y militar para los grupos dominantes, en las tierras áridas e infinitamente ricas en minerales valiosos del norte del país. En ese escenario desértico, donde la vida es dura y de mucho trabajo, los sueños elevados y los frutos del esfuerzo humano a menudo magros, y donde ya emergían una burguesía minera y un proletariado industrial, y que sería a lo largo de todo el resto de la historia de Chile la cuna de algunos de los movimientos populares y obreros más trascendentes, no es extraño que a mediados del siglo XIX fructificaran grandes fuerzas políticas y sociales opuestas al modelo de sociedad y Estado-nación, impulsado por los sectores más retrógrados de la oligarquía terrateniente y la naciente burguesía financiera e industrial, en estrecha alianza con el imperialismo británico.
Siguiendo una tendencia continental, a principios del siglo XIX Chile había conseguido su independencia formal de la estancada España, sólo para convertirse en objeto codiciado por las aspiraciones expansionistas del emergente imperialismo y colonialismo británico, que luego de la Primera Revolución Industrial, había pasado a ser la potencia mundial hegemónica. Pero una vez terminada la gesta independentista, quedaba por hacer lo más arduo y complejo, que era reorganizar la joven nación sobre principios nuevos, dotándola de un sistema político e institucional propio de un Estado nacional soberano. Esto sería mucho más difícil de lo que los propios libertadores hubieran imaginado, e incluso Bernardo O’Higgins, de tan destacada aunque polémica intervención en el proceso independentista, caería pronto en desgracia, en medio de intrigas y conflictos sin fin entre los grupos nacionales de mayor influencia en la conducción de los destinos del país, y partiría al exilio en el Perú, donde viviría sus últimos años.
Estos conflictos eran parte del proceso de definir cuáles sectores de la oligarquía primarían sobre los demás, y cuáles serían las ideas e intereses rectores para el nuevo Estado-nación. A medida que el conflicto se volvió más ideológico y con bandos más claramente definidos en acorde con la división entre conservadores y liberales (pelucones y pipiolos), las opciones y disyuntivas se fueron aclarando también, y así la lucha por el poder dentro de la oligarquía criolla dejó de ser un mero conflicto entre caudillos, y se tornó cada vez más amarga y violenta.
La guerra civil entre pelucones y pipiolos entre 1929 y 1930, sería ganada por los primeros, quienes tomarían las riendas del poder estatal, imponiendo su visión conservadora, autoritaria, centralista y profundamente clasista. Dentro de este panorama político y social, no es de extrañar que emergiese la figura de Diego Portales, quien fungiese primero como vicepresidente del gobierno pelucón (1831-1841) del general José Joaquín Prieto (quien había llevado a la victoria militar a las huestes conservadoras insurrectas con el gobierno en turno). Portales, quien tanta influencia ejercería con su pensamiento y acción en definir el camino que Chile seguiría como nación formalmente independiente, era, a pesar del carácter extremo de sus ideas y propuestas, un personaje brillante, complejo y muy interesante, que hizo lo posible por rehuir el servicio público y el acceso a cargos de poder dentro del nuevo régimen conservador de Prieto. En 1830 se alejó de toda función gubernamental, y aunque fue brevemente el gobernador de Valparaíso, no volvería a la vida pública sino hasta 1834, en que Prieto lo nombra de urgencia (ante el caos ocasionado por las pugnas entre sus propios ministros) Ministro de Guerra y Marina, cargo en el que se desempeñaría hasta 1836, en que es asesinado por miembros del propio ejército chileno.
Y aunque Portales no participó directamente en la redacción de la Constitución de 1833, que tan poderosamente gravitaría sobre el desencadenamiento los conflictos políticos y sociales del futuro (entre ellos la revolución de 1851), su pensamiento está impreso en cada página y artículo del documento.
¿Y qué pensaba Portales? No podemos pretender resumir su ideología en este prólogo, pero baste con asomarse a ella a partir de sus propias palabras, escritas de su puño y letra, en una carta a su amigo Cea antes de ser figura pública:
A mí las cosas políticas no me interesan, pero como buen ciudadano puedo opinar con toda libertad y aún censurar los actos del Gobierno. La Democracia, que tanto pregonan los ilusos, es un absurdo en los países como los americanos, llenos de vicios y donde los ciudadanos carecen de toda virtud, como es necesario para establecer una verdadera República. La Monarquía no es tampoco el ideal americano: salimos de una terrible para volver a otra y ¿qué ganamos? La República es el sistema que hay que adoptar; ¿pero sabe cómo yo la entiendo para estos países? Un Gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y de las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el Gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos. Esto es lo que yo pienso y todo hombre de mediano criterio pensará igual.[1]
Y este pensamiento quedó plasmado en la constitución de 1833, configurando de este modo un modelo de país dotado de un Estado centralista, autoritario, conservador y que al privar de verdadero protagonismo cívico a las grandes mayorías populares, consagraba la dominación de clase despótica de la oligarquía, en todos los aspectos de la vida social, económica, cultural y política de Chile. Lo cual, desde la perspectiva de Portales, no era un vicio, sino una virtud, del sistema de gobernanza que se estaba imponiendo al país, como bien lo demuestra esta famosa reflexión suya: ¡[…] con ley o sin ella, a la señora que llaman Constitución, hay que violarla cuando las circunstancias son extremas y qué importa que lo sea, cuando en un año la parvulita lo ha sido tantas por su perfecta inutilidad![2]
Esa era, a grosso modo, la filosofía política que reinaba entre una parte importante las elites del poder y del dinero en Chile. Era la visión de un país ordenado, organizado, y gobernado con puño de hierro, dedicado a “prosperar” y “progresar” dentro de un marco de enorme desigualdad social aceptado como natural; con un sentido de virtud pública y probidad entre sus funcionarios gubernamentales, pero sin real libertad y sin verdadera democracia; con grandes garantías para la inversión extranjera (británica, sobre todo) en áreas estratégicas de la economía nacional, pero sin un plan de desarrollo que favoreciera a los trabajadores y asalariados del campo y la ciudad; con un centralismo político y geopolítico extremo, y que relegaba las provincias y otros hinterlands regionales a una condición de meros proveedores de riqueza para el centro del país; y todo ello, envuelto en una atmósfera general de opresión cultural, contraria a cualquier expresión de pensamiento libre y crítico que a veces era tolerado, pero siempre marginalizado.
Es en este contexto tan poco auspicioso, que estalla la revolución de 1851. Es una revuelta que nace impetuosa e inesperada por la conjunción de numerosos factores que se combinan en una mezcla tan abigarrada como explosiva:
Se conjugan, entre otros factores que mencionaré enseguida, el descontento de ciertos sectores oligárquicos desplazados del centro del poder y que se sienten grandemente frustrados con el triunfo electoral del conservador Manuel Montt (1851-1856, primer período; 1856-1861, segundo período) que asciende a la presidencia, fuertemente apoyado por el presidente Bulnes (del cual era ministro), con todos los recurso del Estado a su favor, una prensa sesgada (con los grande diarios de la época, La Tribuna y El Mercurio, haciendo constante propaganda por Montt mediante artículos, notas periodísticas y ensayos, entre los que destaca la pluma acerba de Domingo Faustino Sarmiento) que impulsa sin ambages su candidatura, y con el apoyo de la Iglesia y de los sectores más poderosos de la oligarquía. Montt venció en todo el país,[3] excepto en Concepción, donde un núcleo muy conservador de familias de grandes latifundistas, veía con temor el ascenso al poder de “un nortino”.
A este sistema político y electoral elitista y excluyente, se suman las duras condiciones de pobreza y de falta de derechos y garantías laborales y jurídicas del peonaje, la servidumbre, los mineros, el campesinado, la incipiente clase media urbana, dentro de una sociedad de clases altamente jerárquica y sin casi ninguna movilidad social ascendente. Es decir, amplios sectores de la población chilena de la época, que debe haber rondado en el 70% u 80% del total de la población del país, sólo conocía la miseria, la sobreexplotación, la falta de derechos, y la exclusión política. Sin dudas, entre este gran segmento de la sociedad chilena, había un fermento de frustración y descontento, proclive a apoyar cualquier insurrección social y política que tuviese como leit-motiv mayor justicia social y mayor libertad.
La excesiva centralización política y económica del país, y la subordinación igualmente excesiva de las provincias y regiones a la autoridad de la capital, era otro elemento que pesaría de manera preponderante en el desencadenamiento de la revolución. Siguiendo el sistema económico colonial de succionar en forma escalonada la riqueza generada por las clases trabajadoras –pasando por todos los estamentos intermedios- a favor de la cúspide de la pirámide social; y de expropiar/apropiarse de la riqueza de las regiones para encauzarla mediante muchos mecanismos abiertos o encubiertos hacia el centro de Chile, desde donde luego de favorecer a una elite muy pequeña, se destinaba mediante el mercado internacional hacia las grandes metrópolis europeas, el nuevo Estado-nación surgido de la independencia, no hizo sino perpetuar la herencia social y económica del coloniaje español. Poco habían mejorado, por lo tanto, las condiciones efectivas de vida de la inmensa mayoría de los chilenos y chilenas luego de la independencia.
De manera que la desigualdad social y la miseria de muchos, sumadas al descontento creciente de los sectores más ilustrados de la oligarquía, la falta de verdadera libertad y democracia, la perpetuación del coloniaje económico, el surgimiento de un Estado autoritario y retrógrado, la postergación de las regiones, y la desafección de un grupo importante de intelectuales (la mayoría de ellos de origen oligárquico) con inclinaciones liberales y cierta atracción por las ideas de los socialistas utópicos, constituían un polvorín a punto de estallar. Sólo faltaba una chispa, y esta fue el levantamiento armado del general conservador José María de la Cruz, candidato opuesto a Manuel Montt, y que fuera apoyado por una coalición ecléctica de liberales y ultra-pelucones, ligados estos últimos, a lo más rancio y primitivo de la oligarquía terrateniente sureña; lo cual nos indica, también, que las divisiones internas dentro de la oligarquía no respondían sólo el cisma entre las ideas liberal y conservadoras, o entre grupos elitistas opuestos que competían por controlar el poder del Estado, sino que además eran el reflejo de las contradicciones en aumento entre una burguesía industrial y minera pujante, y una clase terrateniente aferrada en forma casi instintiva a intereses de clase y privilegios semi-feudales. Pero estas escisiones dentro de las clases dominantes eran sólo pequeñas fisuras dentro de la estructura social, mismas que en condiciones normales no habrían conducido al estallido de un conflicto armado y social de la severidad que supuso la revolución de 1851. A las contradicciones dentro de la oligarquía, tuvieron que sumarse todas las otras contradicciones de clase y fracturas en el orden social, para que este sufriera semejante convulsión. El alzamiento del general José María de la Cruz fue, por consiguiente, sólo el detonante que hizo que todas las otras fisuras más profundas en la estructura del sistema social en proceso de formación en el Chile independiente, quedaran expuestas con explosivas consecuencias.
Como en todas las revoluciones, la insurrección de 1851 encerraba en su seno todas estas fuerzas, contradicciones, aspiraciones, y expectativas disímiles, pero conjugadas y momentáneamente unidas a través de la acción revolucionaria. La derrota eventual de las fuerzas revolucionarias en 1851, dejarían en estado larval e incompleto el proceso de depuración interna que todas las revoluciones experimentan con el paso del tiempo, a medida que los discursos y la praxis de determinados actores se van imponiendo a otros, y los desplazan a los márgenes del proceso, o incluso los transforman en acérrimos oponentes de aquello que en una etapa inicial habían promovido con tanta pasión.
De forma que hoy sólo podemos especular sobre la naturaleza más profunda de esa revolución, sin que nunca podamos determinar a ciencia cierta cuál habría sido su destino final en caso de triunfar. Sólo podemos hacer conjeturas más o menos informadas al respecto, y para ello, necesitamos reconstruir en forma detallada y novedosa los avatares de ese breve proceso revolucionario, abortado mucho antes de alcanzar su plena fruición. Y ese es justamente el vacío que estos ensayos reunidos en esta obra contribuyen a llenar.
Son diez ensayos que abordan en forma minuciosa y vívida diversos aspectos complementarios del desencadenamiento de la revolución de 1851 en La Serena y Copiapó.
En ellos se exploran todos esos recovecos y minucias, a menudo decisivas, en un proceso complejo y poco estudiado y analizado como lo fue la revolución de 1851. Nos muestran la actuación de numerosos protagonistas secundarios y anónimos que han permanecido en la sombra, y que no obstante desempeñaron roles decisivos en la marcha día a día de la revolución y de la contra-revolución. Y al hacerlo, revelan facetas y aspectos poco conocidos del proceso, y arrojan luces sobre factores y hechos cuya trascendencia recién empezamos a aprehender en toda su magnitud. Nadie que quiera entender mejor el proceso general de constitución del orden social pos-independentista y de la resistencia que él concita en la historia decimonónica de Chile, puede dejar de interesarse por conocer esta visión tan concreta de cómo ciertos individuos y colectividades hicieron historia, y dejaron una huella indeleble –aunque a menudo desestimada- en la estructuración de la consciencia política y social del pueblo chileno. Una gran tradición de resistencia, organización y lucha social de los sectores populares nacionales, tendría su nacimiento con la revolución de 1851.
El ensayo de Susana Pacheco con que se inaugura la obra, nos describe y examina en forma acuciosa el desenvolvimiento de la insurrección popular, dentro del contexto físico y urbano de la ciudad de La Serena. Nos revela el sentido práctico y creativo del ciudadano común, mujeres y hombres, y que se despliega con audacia e ingenio por la calles, plazas, iglesias y vericuetos urbanos, para defender la revolución en ciernes del asalto brutal y combinado de mercenarios argentinos, artilleros ingleses, y tropas regulares del ejército chileno. Es un combate desigual que prefigura a mediados del siglo XIX la guerra urbana de nuestros días, y en el cual mujeres y hombres comunes y corrientes, ocupan con heroísmo el centro mismo del escenario histórico.
El trabajo de Carlos Toro amplía en forma perfectamente complementaria el primer ensayo, agregando una visión de la revolución y de la contra-revolución a escala mayor, y explora también las causas inmediatas del fenómeno y su desenvolvimiento en los escenarios de La Serena y Coquimbo, el valle de Elqui, y el conjunto del país.
Claudio Canut de Bon se concentra en mostrarnos el papel decisivo en el proceso de defensa de la revolución ante el embate contra-revolucionario que desempeñan los sufridos, heroicos e indómitos mineros de la región. Aquellos mismos actores sociales que luego le darían la victoria a Chile en los campos de batalla de la Guerra del Pacífico y en la campaña del desierto, y protagonizarían algunos de los eventos más dramáticos y trascendentes de lucha proletaria en la historia nacional, serían también los que conformarían la columna vertebral de la revolución y la resistencia popular en La Serena, Coquimbo, el valle de Elqui y Copiapó.
El cuarto ensayo, de Joel Avilez, se aboca a examinar un aspecto aún menos conocido de la revolución de 1851, y que fue decisivo en el desarrollo de la insurrección y en su posterior derrota militar: la lucha por el control de las costas y las rutas marinas. Este trabajo nos revela cómo en un principio la audacia revolucionaria de los insurrectos les permitió tomar la iniciativa e incautar un navío a vapor británico –Firefly (Luciérnaga)- que con ingenio repararon y pusieron al servicio de la revolución. Era un navío con bandera británica, y que a pesar de no estar en las mejores condiciones, les dio una ventaja inicial a los revolucionarios sobre las anacrónicas naves a vela de la armada chilena. Pero el intervencionismo creciente de la armada británica en apoyo de las fuerzas de Montt, acabó por destruir la ventaja inicial de los revolucionarios en el transporte de tropas, pertrechos y mensajes entre los insurrectos del sur y los del norte, e inclinó la balanza de la historia a favor del oficialismo conservador.
En su trabajo sobre “La Revolución de los Libres”, Arturo Volantines pone en evidencia el carácter esencialmente popular, proletario y ciudadano de la revolución de 1851 a 1852 en Copiapó. A diferencia de lo que ocurre en La Serena y en el sur de Chile, poco o nada es el aporte de los elementos disidentes de la intelectualidad y la política oligárquica, o de líderes consolidados y con una trayectoria previa visible, a la insurrección en Copiapó.
La creación e influencia indirecta de la Sociedad de la Igualdad, fundada en 1850 por Francisco Bilbao y Santiago Arcos, sin dudas gravita en el desarrollo de la revolución en Copiapó. No obstante, a excepción de los diarios locales en los que destacan los escritos de los hermanos Matta, no hay en Copiapó una figura equivalente a Antonio Pinto en el sur, Juan Nicolás Álvarez en Coquimbo, o como Pedro Pablo Muñoz Godoy, Benjamín Vicuña Mackenna y José Miguel Carrera Fontecilla en La Serena.[4]
Copiapó era el corazón en Chile del mundo minero nortino en aquella época. Y allí, donde la economía y la sociedad local bulle con el auge minero tras el descubrimiento del gran yacimiento de plata de Chañarcillo, y por el impacto distante de las nuevas ideas igualitarias y de redención social que emanaban de la capital y de Europa, se fragua un proceso cuyo líder más evidente es un pequeño comerciante muy joven, llamado Bernardino Barahona (o Varaona, como él mismo firma). Así, entre todos los focos donde se enciende la llama de la revolución de 1851, Copiapó es el más tardío, pero se prolonga hasta principios del año 1852, siendo derrotado sólo después de una épica batalla en la que los improvisados soldados mineros y el civil Barahona, se enfrentan a tropas profesionales dirigidas por oficiales de carrera. Es el último suspiro heroico de una revolución que se apaga, y Barahona lo sabe y hace lo posible por impedir una masacre inútil; pero sus hombres ya han decidido llegar hasta las últimas consecuencias, y entonces, poniendo su pecho junto al de ellos, el líder salido “de la nada”, marcha hacia una batalla que sabe perdida aún antes de comenzar.
La experiencia de Copiapó, pone de manifiesto la efectividad de formas de participación democrática directa, y el poder del pueblo organizado en asambleas, para decidir sobre temas urgentes de la coyuntura. Es quizás uno de los primeros experimentos de organización popular independiente y comunitaria, que se aleja de la ideología liberal contestataria para acercarse espontáneamente a las ideas libertarias que en Europa poco antes habían desempeñado una función decisiva en la revolución de 1848, y que luego renacería bajo ropajes discursivos socialistas durante la Comuna de Paris en 1871.
El ensayo de Nélida Baros, describe de manera muy vívida y pormenorizada, el surgimiento de Bernardino Barahona a la cabeza de la revolución de 1851-1852 en Copiapó. Es un trabajo que aporta, además, gran información sobre diversos aspectos de la vida social y política en Copiapó en vísperas de la revolución, así como durante el desarrollo del alzamiento. Nos muestra una sociedad y cultura regional compleja, vital y animada por numerosos actores sociales con intereses y expectativas diferentes, y a menudo opuestas. Había en Copiapó energías y poderes contra-revolucionarios suficientes como para enviar un gran destacamento de mercenarios argentinos –que se habían refugiado en Chile huyendo de la persecución de la tiranía de Rosas- insertos en la minería en diferentes capacidades. Este destacamento de excombatientes por la libertad en Argentina, por esas ironías de la historia, se transformó en Chile en factor militar esencial de la contra-revolución, destacándose por su ferocidad en el combate y su crueldad en el trato a los prisioneros. El ensayo de Nélida Baros desentraña los mecanismos concretos que condujeron a esta sorprendente mutación.
Ninguna obra sobre la revolución de 1851 puede estar mínimamente completa sin una sección dedicada a la figura señera de José Miguel Carrera Fontecilla. El ensayo de Vidal Naveas cubre precisamente la vida de otro de los grandes próceres y luchadores por la libertad surgido de la familia Carrera. Con apenas 30 años de edad,[5] José Miguel Carrera Fontecilla se incorpora a la revolución de 1851, como jefe de la plaza rebelde en La Serena. Sin tener el brillo de su padre -José Miguel Carrera Verdugo, mártir de la independencia de Chile que fuera fusilado en Mendoza poco tiempo después que sus dos hermanos sufrieran la misma suerte- Carrera Fontecilla se convierte, no obstante, en un líder valeroso y eficiente. Luego de la derrota de la revolución se exilia en Perú, de donde regresa para participar de nuevo en la revolución constitucionalista de 1859, la que también fracasará. De nuevo parte Carrera Fontecilla al exilio, para morir ahora lejos de su patria en el Perú en 1861, de alguna afección hepática fulminante. Un par de décadas más tarde, su propio hijo, Ignacio Carrera Pinto, moriría también en la sierra peruana en la cruenta batalla de La Concepción, en la que toda la tropa chilena sería aniquilada. Así se completa el panteón heroico y trágico[6] de los hombres de la ilustre familia Carrera.
Los tres ensayos que cierran esta obra, son importantes ya que aportan nuevos datos y resaltan la figura, pensamiento y acción de varios protagonistas de la revolución de 1851 que han permanecido ocultos y casi anónimos tras las personalidades más conocidas del proceso.
Claudio Peralta nos presenta la figura y rol de Victoriano Martínez y Gutiérrez, teniente coronel del ejército, y sin cuyo desempeño los eventos en La Serena y Coquimbo durante la revolución, aparecerían mutilados y carentes de toda la riqueza que el proceso revistió en la práctica histórica real. Con frecuencia, el rol menos reconocido de estas figuras “secundarias”, resultó ser tan decisivo como el de personajes de mayor relevancia como José Miguel Carrera Fontecilla, o incluso el mismo Benjamín Vicuña Mackenna.
Pablo Schaffhauser, nos presenta a los notables hermanos Pedro Pablo y Juan Muñoz Godoy, y cuya actuación durante la revolución los convirtió en piezas esenciales del proceso revolucionario. El autor nos introduce a interesantes datos biográficos anteriores a la revolución, de estos dos líderes que saltarían del anonimato al centro mismo de la praxis histórica, en tanto líderes populares e ideólogos de la revolución de 1851.
El ensayo final de Osven Olivares, nos presenta en forma bastante vívida el surgimiento del teniente coronel Manuel Bilbao Barquín, quien fuera, en las palabras del propio autor, “[…] Una de las figuras más descollantes entre aquel puñado de jóvenes oficiales del Ejército Revolucionario del Norte de 1851”. Detalles interesantes de la acrimoniosa disputa entre Manuel Bilbao y Benjamín Vicuña Mackenna, nos permiten a su vez entender mejor las sempiternas disputas dentro del propio bando revolucionario, motivadas en gran medida por las frustraciones de la derrota y las amarguras de la vida en el exilio.
La revolución de
1851 fue seguida de la revolución de 1859, y en ambas prevalecieron los poderes
hegemónicos del país en aquella época. Luego vendría la Guerra del Pacífico
(1879-1881), seguida de los terribles años de la Guerra de la Sierra
(1881-1884), en que las tropas chilenas se vieron involucradas en un conflicto
tan sangriento como doloroso, sobre todo para la población civil peruana. Al
terminar la Guerra del Pacífico, tropas chilenas invadieron los territorios al
sur del rio Biobío en la llamada “pacificación de la Araucanía” (1881-1883), al
mando del General Gregorio Urrutia y en el ministro Manuel Recabarren Rencoret.[7] La
victoria de las tropas chilenas, puso fin a tres siglos de resistencia efectiva
del pueblo mapuche,[8]
así como a la autonomía territorial y étnica de la cual habían gozado hasta ese
instante. El suicidio del presidente José Manuel Balmaceda (1886-1891) el 19 de
septiembre de 1891 en la legación argentina, pone fin también a su precoz
experimento nacionalista, luego de ser derrotadas las tropas leales al gobierno
por los poderosos insurrectos apoyados por Gran Bretaña. Con ello se cierra un
ciclo histórico largo de cuatro décadas entre 1851 y 1891, en que se
establecen, a sangre y fuego, los cimientos de clase, étnicos, de dependencia a
los poderes metropolitanos globales, y de distribución del poder regional en
Chile, para lanzar la modernización capitalista urbano-industrial de fines del
siglo XIX y del siglo XX.
[1] Carta de Diego Portales a José M. Cea.
[2] Carta de Diego Portales a Antonio Garfias.
[3] Hay que considerar, además, que en aquella época el derecho al sufragio en Chile sólo lo tenían los hombres, y que estos últimos sólo podían votar (en acorde con el artículo 8 de la Constitución de 1833) si reunían los siguientes requisitos: ser ciudadanos activos, chilenos mayores de 25 años solteros, y 21 años si eran casados, y que sabiendo leer y escribir, tuviesen textualmente además estos atributos: “1. Una propiedad inmóvil, o un capital invertido en alguna especie de giro o industria. El valor de la propiedad inmóvil, o del capital, se fijará para cada provincia de diez en diez años; 2. El ejercicio de una industria o arte, o el goce de algún empleo, renta o usufructo, cuyos emolumentos o productos guarden proporción con la propiedad inmóvil, o capital de que se habla en el número anterior”. Puesto que cerca del 80% de los hombres chilenos en edad de votar era analfabetos y carecían de propiedad y/o capital, el universo votante era muy reducido y fácil de manipular. En 1842 se hizo una pequeña modificación a la Constitución de 1833, según la cual aquellos hombres que votaban por primera vez eran los únicos que debían demostrar ser alfabetos, lo que tuvo una incidencia mínima en el derecho al sufragio, y que tardaría aún décadas en ser universal en el siglo XX. Ver: J. Samuel Valenzuela. 1985. Democratización vía reforma: La expansión del sufragio en Chile. Buenos Aires: Editorial Ides.
[4] Y a diferencia de La Serena, las fuerzas de la contra-revolución en Coquimbo se organizan muy rápido desde el interior mismo de la ciudad, acicateadas por el intendente Juan Agustín Fontanés, y por el intelectual y escritor José Joaquín Vallejo, más conocido como Jotabeche.
[5] La revolución de 1851 fue, entre otras cosas, una revuelta juvenil, ya que la mayoría de sus protagonistas tenían menos de treinta años. Por ejemplo, el famoso Benjamín Vicuña Mackenna sólo tenía veinte años al iniciarse el alzamiento en La Serena.
[6] Destino aciago del cual la valerosa y brillante Javiera Carrera escaparía en parte, para vivir así hasta la vejez y ver crecer en relativa paz a sus hijos y nietos.
[7] Usualmente se ha señalado al general Cornelio Saavedra como el jefe del ejército del sur que invadió la Araucanía, pero según indagaciones realizadas por el historiador y antropólogo José Bengoa, este se encontraba en ese momento aún en Lima.
[8] La resistencia mapuche a las nuevas condiciones de dominación étnica perduraría, bajo una forma u otra, hasta nuestros días, pero no volverían a ser una nación independiente.