El desastre de la batalla de Petorca detuvo el proceso de expansión de los revolucionarios coquimbanos hacia el centro del país, pero si la revolución había sido vencida en el campo de las armas, no sería así en el de mantener en alto la bandera de la rebelión, de la dignidad, del amor a una causa sublime de heroísmo, nunca igualada en una gesta de estas características en nuestra Patria. Quienes precipitarían el llamado “Sitio de La Serena”, fueron las autoridades de Copiapó, y que en su gran mayoría eran personas adictas al presidente de la República. Esta maquinación fue amparada y protegida por el gobierno de Montt, que permitió que mercenarios extranjeros, bandidos en su totalidad, conformaran batallones de la peor calaña y que se lanzaran como jaurías furiosas, sedientas de sangre y poseídas de una voraz rapiña, sobre la capital de la provincia coquimbana.
Gobernaba la provincia de Copiapó, el Intendente Sr. Agustín Fontanés, un antiguo militar, un hombre brusco y violento, que no poseía la decisión necesaria para el mando, debido a esa característica, le era más cómodo para él, actuar en un rol subalterno, a escondidas, y que otros con más decisión tomasen las riendas “del mando detrás del trono”. Quizás el más prominente de aquellos consejeros de tal absurda política adoptada por el señor Intendente, era el escritor y periodista José Joaquín Vallejo, mejor conocido como “Jotabeche”, su seudónimo periodístico.
Este periodista y escritor se había comprometido con la política del gobierno de Bulnes y, por supuesto, con la de Montt, del cual fue un acérrimo defensor. Es por eso cuando escuchó la palabra “revolución”, y tan cerca de Copiapó, se constituyó en el más ardiente pregonero de la muerte al movimiento revolucionario serenense. Desde el mismo momento en que llegó la noticia de la insurrección a Copiapó, Vallejo se convirtió en la autoridad política y militar, que dirigiría con poder absoluto los destinos de la nortina provincia.
La primera medida que tomó Vallejo fue la de convocar a una junta general del pueblo, una especie de “Cabildo Abierto”, en que tomaba parte también la Municipalidad del Departamento, asistiendo a ella los vecinos más notables de la ciudad, dispuestos a prestar su cooperación al mantenimiento del orden público de la región. Fue el mismo Vallejo, quien con encendidas y apasionadas palabras, hizo ver las razones de inquietud por una parte, y de orgullo provinciano, por la otra, para que los ciudadanos de Copiapó se uniese en contra de la revolución para defender los más caros principios morales y políticos de la nación, llamando a que la provincia se pusiese en pie de guerra, que no tan sólo la protegiera de un poder extraño, sino que también la colocara en actitud de sentir su poder fuera de los límites de la provincia. Además, pidió con energía que se hicieran fuertes erogaciones de dinero para sostener la causa constitucional.
Casi mudos quedaron los asistentes a dicha junta al escuchar aquel lenguaje bélico de parte de Vallejo, más una voz rompió aquel pesado silencio, era la voz del joven Manuel Antonio Matta, que combatió con sólidas razones, aquella insensata perorata del hombre detrás del trono[1]. Más ya todo estaba consumado, el complot en contra de la revolución coquimbana no se detendría. Al término de esa junta de notables, se firmó un acta por la gran mayoría de los concurrentes, emitiendo en ella un voto de censura contra del levantamiento de La Serena. He aquí, dicha acta:
“Los vecinos de Copiapó que suscriben, teniendo noticias del motín militar ocurrido en la Serena i de la deposición de aquellas autoridades el 7 del corriente, declaran: 1.- Que ese motín es altamente indigno de la situación de la República: 2.- Que no puede traer sino consecuencias mui desfavorable al comercio i a la industria: 3.- Que lejos de favorecer las libertades públicas, en cuyo nombre se ha hecho esa revolución, es el peor medio de obtener su desarrollo: 4.- Que ese motín abre la puerta a la guerra civil i de consiguiente, a la ruina total de cuanto hoy hace el bienestar i el orgullo de la República: 5.- Que consideran un deber suyo pronunciar, como lo hacen, la más formal reprobación contra ese motín, cuya completa ilegalidad echa por tierra las bases de la actual prosperidad del país: 6.- declaran, por último, al señor Intendente de la provincia que están dispuestos a cooperar con sus personas i bienes al sostenimiento del órden constitucional de la República i de su gobierno.
En fé de lo cual firman los presentes en Copiapó a 12 de setiembre de 1851.
(Firmaron esta acta unos 300 ciudadanos de Copiapó).
Desde ese mismo momento se procedió a tomar medidas para poner a la provincia a cubierto de cualquier tentativa revolucionaria. En el pueblo de Copiapó solamente existía una pequeña guarnición de 25 soldados al mando del capitán
Francisco Las Casas. Este capitán, sospechoso como supuesto jefe de la conspiración fue enviado en “comisión” al Huasco, llegando a ese lugar fue encarcelado. Otros igual que él, también fueron arrestados. Algunos de los ciudadanos confinados a ese pueblo desde el levantamiento del 20 de abril son: don Manuel Bilbao y el porta-estandarte Domingo Herrera, emprendieron las de Villadiego y a los pocos días se unieron a las fuerzas rebeldes de La Serena.
Al día siguiente, vale decir el 13 de septiembre, el Intendente dirigió al pueblo una proclama, cuyas principales palabras convocaban a los copiapinos a:
“¡Amigos i compatriotas! Espero que todos vosotros estéis pronto al llamado de la autoridad, al primer amago de esa epidemia que ha prendido en la Serena”.
A raíz de tanta proclama guerrera, se acordó poner sobre las armas un segundo batallón de infantería, que unido al antiguo, formaría un cuerpo militar bastante respetable. Habíase colectado entre los vecinos la suma de 20 mil pesos, y con este notable fondo de dinero, se dio comienzo a la obra de organización militar. También, se comisionó al sargento mayor don Agustín Valdivieso, para que organizara un escuadrón de Carabineros en todo el valle, y, por último, con el objeto de completar la división con las tres armas, se dispuso que el capitán Raimundo Ansieta, disciplinara a una brigada de artillería compuesta de 45 hombres.
Paralelamente, se dio autorización al oficial retirado argentino, don Pablo Videla, para crear un segundo cuerpo de caballería en el valle del Huasco, reclutando para ello a decenas de gauchos que vagaban por la región, integrantes algunos de los llamados “Tigres de la Pampa” y otros pertenecientes a aventureros del Gran Chaco. Días después se decretó la formación de un tercer cuerpo de caballería, cuyo mando se le dio a un tal Vicente Neirot, un cruel bandido que había buscado refugio en la región, pues era buscado por las autoridades argentinas por los numerosos crímenes cometidos allende Los Andes.
Sólo faltaba un jefe para este gran ejército, que en sólo 10 días tuvo organizado una división con las tres armas, y compuesto por más de 1.000 hombres. Pero llegó en esos días a Copiapó, el comandante del Escuadrón de Cazadores, don Ignacio José Prieto, que de inmediato se hizo cargo de esa importante división militar, provista de excelentes armas, de dinero y de una inmejorable caballería, se resolvió enviarla al sur, en una cruzada en contra de La Serena, que se sabía había quedado desguarnecida, a causa de aquella infortunada expedición al sur.
Seguramente más de alguien se preguntará: ¿de dónde salió esa gran cantidad de ciudadanos argentinos que fueron reclutados para ingresar al ejército copiapino; un ejército que fue creado en tan corto tiempo por las autoridades de esa provincia nortina? ¿De dónde surgió aquella sanguinaria soldadesca, verdadera escoria del género humano, y que en tres escasos meses cometerían barbaridades que antes nunca nadie imaginó que ocurrían en la ciudad de La Serena? En primer lugar, hay que señalar que la región copiapina, debido a sus innumerables pasos cordilleranos, había sido el refugio natural de decenas de derrotados militares en esas guerras incruentas que azotaron a la república hermana, como también a bandidos, cuatreros y criminales de todo tipo que, escapando de la justicia, encontraron en la provincia atacameña la seguridad para sus miserables vidas. Sobre todo, bajo el gobierno dictatorial del general Juan Manuel Ortiz de Rosas, que rigió los destinos de Argentina con mano de hierro por más de dos décadas, entre los años 1829 a 1852.
Fueron cientos ciudadanos los argentinos que conformaban una población flotante de políticos, ex militares, gauchos, y bandidaje de todo tipo en aquella región. Entre los políticos, se pueden nombrar a don Domingo Oro y don Carlos Tejedor, ambos eran colaboradores del gobierno provincial de Copiapó. Otro importante personaje fue el gaucho Juan Crisóstomo Álvarez, épica figura del desierto argentino, y que logró el título de teniente coronel en el ejército de su país.
Meses antes de estos hechos, había llegado a Copiapó la famosa proclama del general argentino Justo José de Urquiza, la cual exhortaba a todos los argentinos a una santa cruzada para combatir a la tiranía de Rosas. Esa proclama fue recibida con gran entusiasmo por los ciudadanos argentinos, y a la voz de combatir al tirano no tardaron en acordar un plan de invasión de las provincias limítrofes de la vecina república, que debía distraer a los lugartenientes del dictador en aquella dirección. Simplemente para llevar a cabo dicho plan, sólo se necesitaba convocar a los argentinos que residían en la provincia, equiparlo, armarlo y emprender la marcha hacia la otra banda.
Pero para Oro, Tejedor y Álvarez, los tres líderes que dirigían aquel plan, les faltaron recursos, y para ello concibieron la idea de ofrecer sus servicios y la de sus compatriotas al Intendente Fontanes para emprender una campaña contra la provincia de Coquimbo. Tal infame proposición fue aceptada por el triunvirato chileno, que manejaba la política de Copiapó; Fontanes, Prieto y Vallejo. Don Domingo Oro fue el encargado del reclutamiento de sus compatriotas. El oficial argentino don Pablo Videla, fue sacado de su cargo de capataz en una mina, para ser el jefe de uno de los escuadrones, que se llamó Carabineros de Atacama. El ya nombrado bandido Vicente Neirot recibió el mando de otro cuerpo militar denominado Lanceros de Atacama. En este ejército asumió el mando el comandante Prieto.
Dispuesta ya la expedición, partieron, uno tras otro, los batallones para reunirse en el valle del Huasco. El escuadrón de Neirot partió el 28 de septiembre para contener la improbable invasión que se temía llegaría desde Coquimbo a Copiapó. Ya Videla organizaba su escuadrón en Vallenar. Incluso, el Intendente Fontanes y algunos connotados vecinos de Copiapó acompañaron la expedición punitiva hasta Vallenar. Después de un reposo de tres días partieron del pueblo hacia La Serena, por el camino llamado de “arriba”, que pasa por Ventura, Cachiyuyo, hasta el paso de Choros Altos y La Higuera. Fontanes, por su parte, regresó a Copiapó, y de ahí envió un comunicado al gobierno de Montt, anunciando, que el día 14 de octubre, La Serena estaría ya en manos del comandante Prieto. Craso error.
Mientras avanzaban las huestes comandada por Prieto hacia La Serena, en esta ciudad se vivía un espectáculo de sublime patriotismo. Armarse y morir en defensa de su revolución era para los coquimbanos, una misión sublime, era la libertad, era el honor, pero ante la invasión de ese ejército que se cernía sobre su amada ciudad, ejército mayoritariamente compuesto por ciudadanos argentinos, era para los coquimbanos, defender a Chile, defender a la Patria.
El mismo día en que los Cazadores de Atacama entraban a Vallenar, se sabía en La Serena el peligro que se cernía sobre los rebeldes y su revolución. Al saberse esa mala nueva, no existió un instante de vacilación o una sombra de desmayo o desaliento apareció en los rostros de aquellos que detentaban la autoridad; y el pueblo, como un todo, se unió a sus jefes para emprender la misión y pruebas de heroísmo que el destino le deparaba, no importando que la ciudad estuviera desamparada y que su ejército estuviese lejos de los límites de la provincia, o que no hubiese jefes para llevarlos al combate.
Al saberse la noticia que una horda de gauchos avanzaba por las serranías cabalgando en pos de La Serena, cada ciudadano salía de sus casas para incorporarse a la defensa de la ciudad, partían a ofrendar sus vidas, por el honor y por la patria. Paralelamente a ese noble sentimiento, se armó al batallón cívico y se convocó al pueblo en la plaza pública, y desde ese instante, la defensa de La Serena en contra de todo género de enemigo, quedó decretada.
Al siguiente día aparecía publicada una proclama, que decía lo siguiente:
“Ciudadanos de la Serena, un centenar de bandidos arjentinos cuya bandera es la matanza i el robo; he aquí las fuerzas que el vil instrumento de la tiranía, intendente de Copiapó, ha comprado para invadir este pueblo. Si tuviesen la temeraria resolución de intentar invadirnos, recibirían el castigo de su perversidad. Armaos i estad listos para rechazar a esos cobardes, halagados por la esperanza del saqueo, que les ha ofrecido un mandatario criminal, hijo desnaturalizado de la patria”.
Otro boletín de aquel día, añadía lo siguiente: “Soldados de la Guardia Nacional, morir primero en el campo del honor antes que permitir que nuestros hogares sean profanados por esa horda de vándalos. ¡Defendamos con heroísmo el suelo donde hemos nacido, que es también el suelo de nuestras esposas i de nuestros hijos, i a la voz de fuego!, que no quede un fusil sin disparar. A la juventud de este pueblo la tendréis a vuestro lado, i el enemigo, cuando tenga a la vista este poder majestuoso, no se atreverá a dar un solo paso sin que sea arrollado por las balas republicanas. Guardias Nacionales de la Serena! El mundo os contempla. Haceos dignos de la corona que os ofrece la patria!”.
Mientras tanto, la autoridad tomaba medidas para poner a la ciudad en un mediano estado de defensa; difícil tarea, ya que la división del sur había gastado todos los recursos militares de la provincia y, por supuesto, una gran cantidad de hombres disponibles para una buena defensa de la ciudad. Solamente se contaba con el batallón de los Cívicos, que por una feliz previsión se había dejado casi intacto y con armamento suficiente para el servicio. También se convocó a La Serena, las milicias de caballería del Departamento de Elqui, cuyo numeroso contingente llegó a la plaza el día 11. Se cortaron todas las calles que daban acceso a la población con barricadas hechas de carretas y cadenas que impedían la marcha de la caballería; también se repararon algunos viejos cañones y se desenterraron otros. Aprovechando la estadía de un barco en la bahía, se compraron algunos pequeños cañones.
Se formó un nuevo destacamento conformado por jóvenes, que armados de pistolas y escopetas dieron vida a una especie de Guardia Móvil, siendo el joven Santos Cavada el principal organizador de esta legión de adolescentes que muy pronto se convertirían en héroes. Lo mismo ocurrió con los seminaristas de la diócesis que se ofrecieron para tomar un puesto en la defensa de La Serena.
En la tarde del día 13 de octubre, los centinelas apostados a la orilla del río elquino, avistaron hacia el norte una polvareda que la brisa del mar empujaba por el valle. Era Prieto que llegaba con sus escuadrones a la hacienda de La Compañía. El comandante del Ejército del Norte, como se hacían llamar, se preparaba para cumplir la promesa del Intendente Fontanés, que La Serena caería en manos de su ejército, el día 14 de octubre de 1851.
Aquella aparición fue la señal de guerra para el pueblo, todos los ciudadanos, hombres, mujeres y niños, corrieron a las armas. El Intendente Zorrilla ocupó de inmediato su puesto, rodeado por los vecinos más respetables de la ciudad. Entre medio de los soldados se veía al valiente cura Álvarez, recorriendo las calles de la ciudad a caballo y espada en mano, arengando al pueblo a la resistencia.
Prieto, un avezado militar de carrera, por desconocer la situación real de aquella plaza controlada por el enemigo, evitó cualquier intento de atacar a La Serena. Por lo tanto, decidió partir con sus tres escuadrones, compuesto por 300 hombres a caballo y de los cuales 200 eran carabineros, cruzó el río por la playa y se dirigió al puerto de Coquimbo, que ocupó sin resistencia alguna al amanecer del día 14.
Al conocer la estrategia de Prieto, el pueblo de La Serena, pidió partir inmediatamente hacia Coquimbo para vengar tamaña ofensa, más los destacamentos avanzados de Prieto dirigiéndose hacia La Serena fueron avistados desde las torres de las iglesias de la ciudad, por el camino de La Pampa.
Se dispuso de inmediato la salida del Batallón Cívico en dos fracciones, la primera de ellas a las órdenes del comandante Ignacio Alfonso, se encaminó por la playa, mientras que la otra, formada por la compañía de cazadores y a cargo de dos capitanes: don Miguel Cavada y don Candelario Barrios. A pesar de la inexperiencia de los reclutas revolucionarios, que en teoría serían derrotados por la tropa de Prieto, sucedió lo contrario, la fuerza atacante sufrió una vergonzante derrota cuando apareció por la playa el batallón comandado por Ignacio Alfonso. Sorprendido Prieto por la aparición de ese numeroso contingente y ante la lluvia de balas que caía sobre su tropa, ordenó la retirada, dejando el campo a los recién llegados. Ahí quedaron sus propios heridos y se lograba así la primera victoria para los coquimbanos.
Regresaron al pueblo en medio de vítores y aplausos de la muchedumbre, haciendo mofa de la división invasora, que creyó ser una tarea fácil el derrotar militarmente a los coquimbanos. Los muertos de una y otra parte no pasaron de 10 a 12 personas. Ese fue el resultado del combate de Peñuelas, en que un puñado de ciudadanos valerosos derrotó la arrogancia del invasor, pero lamentablemente, también ese día (14 de octubre), ocurría la derrota del ejército coquimbano en Petorca.
Ese día, 14 de octubre, también marcó otro hecho memorable. Fue el sacrificio de un puñado de jóvenes serenenses del batallón Voluntarios de La Serena, que rehusó rendirse a la soldadesca gaucha, diez veces más numerosa que aquellos 17 valerosos muchachos, hasta que la mayoría de ellos fue víctima de las balas o del sable enemigo o hechos prisioneros, debido al abrumador peso militar de las tropas de Prieto.
La historia de esta lamentable tragedia, se remonta a unos cuatro días antes de la batalla de Peñuelas, el Intendente Zorrilla, envió a Andacollo una pequeña partida de estos voluntarios, niños todos, con el objeto de recoger algunas armas y caballares para incrementar la resistencia de la ciudad. Cumplido dicho objetivo, y sin conocer de lo ocurrido en la batalla de Peñuelas, regresaban en la tarde de ese día y al pasar por los callejones que conducen a la hacienda de Palos Negros, fueron sorprendidos por la tropa de Prieto. Sin embargo, repuestos de dicha sorpresa, los muchachos se parapetaron detrás de una tapia y desde ahí rompieron con sus escopetas y pistolas sobre el enemigo Aquellos héroes resistieron el ataque de la soldadesca argentina por un largo tiempo.
Registran los anales de este encuentro, que entre los prisioneros se contaba un adolescente llamado Joaquín Naranjo, que, con heridas en gran parte de su cuerpo, fue conducido prisionero en ancas de un caballo que montaba un miembro del “Batallón Cazadores de Atacama”, pero que, a un descuido del soldado argentino, tomó su carabina del arzón y apuntó el arma hacia el comandante Prieto, quien palideció al sentir el silbido de la bala rozándole la cara. Naranjo, a pesar de su intentona de eliminar al jefe del Ejército del Norte con ese verdadero acto suicida, quizás por su audacia y por su heroísmo demostrado en esta desigual contienda, le fue perdonada la vida. En 1859 se sabía que este combatiente vivía en La Serena. Seguramente, este valeroso joven fue un miembro más de la gesta de la Revolución Constituyente, y estuvo, al igual que otros antiguos combatientes, junto al Comandante de los Igualitarios, don Pedro Pablo Muñoz Godoy.
Los fugitivos de Petorca
Los fugitivos de Petorca eran en su mayoría oficiales y miembros de la caballería, porque casi toda la infantería había quedado prisionera del ejército constitucional. Los que lograron escapar fueron hechos prisioneros por los milicianos de Aconcagua, adictos al gobierno de Montt.
Carrera y Arteaga, que fueron de los últimos en abandonar el campo de batalla, no tardaron en reunirse, al caer la noche y juntos marcharon hacia el norte. Al internarse en una quebrada, divisaron a lo lejos una fogata. Ambos jinetes pensaron que esa fogata era el campamento de una partida errante de baqueanos, y se acercaron con cautela, pero pronto reconocieron que era una partida de su derrotado ejército, que comandado por don Nicolás Munizaga, un hombre conocedor de aquellos lugares, había buscado refugio al abrigo de aquel recóndito lugar. Al reconocerse, los amigos, se dieron un doloroso pero fraternal abrazo. Ahí mismo, resolvieron marchar sin demora hasta La Serena, que suponían, con sobrada razón, cercada por la expedición punitiva atacameña.
Aquella comitiva, compuesta de unos 35 jinetes, entre los que se encontraban el comisario Ruiz, el comandante Martínez y el capitán Nemecio Vicuña, se puso en marcha al amanecer hasta alcanzar por la tarde de ese día, las estribaciones del río Choapa. Se detuvieron por un breve tiempo en la hacienda Quelén, de propiedad de don Vicente Larraín Aguirre, un antiguo liberal, quien les brindó una generosa bienvenida, dotándoles de algunos víveres y frescas cabalgaduras. Sin tardanza, continuaron su marcha hacia Illapel, pero por temor a que esta plaza hubiese sido capturada por el enemigo, Arteaga ideó una estratagema para mantener su tropa alejada del pueblo que consistió en mandar a alguien de su entera confianza a asustar a otras dos personas que mandó después, con el grito de ¡¡¡quien va!!! les contestó el primero ¡¡¡el enemigo!!!
El grupo, creyendo en verdad la historia montada por el coronel, se sobresaltó de tal manera, que sin pensarlo mucho optó por dispersarse en todas direcciones, tomando distintos rumbos pero que, sin embargo, todas las rutas los conducirían a La Serena, algunos por mar, como Carrera, Arteaga, Vicuña, Felipe Cepeda y Santiago Herrera, otros por tierra como Munizaga y su gente. Muchos de ellos ingresarían a La Serena, burlando a los escuadrones con que Prieto tenía cercada la ciudad. Esto sucedía el 21 de octubre.
Con la llegada de sus jefes de la insurrección, cuyo prestigio, no empañado por la derrota sufrida en Petorca, renacía ahora y con mucha mayor fuerza la esperanza en el corazón de los serenenses. Ahora no tan sólo se esperaba resistir el asedio que mantenía Prieto sobre la ciudad, sino también a las fuerzas que el gobierno mandaría desde la capital para derrotarlos definitivamente.
Es en esos días cuando el ejército gubernamental, vencedor en Petorca, dividió sus fuerzas en su marcha hacia la capital de la provincia de Coquimbo, enviando parte de ella hacia el sur. El coronel Vidaurre se ocupó de organizar una división de unos 500 efectivos, cantidad de soldados que él consideraba lo suficientemente fuerte para vencer a los rebeldes de La Serena y lograr la paz para todo el norte chileno. El 28 de octubre se embarcó la tropa en Papudo a bordo del vapor “Cazador” y en la corbeta “Constitución”. Este ejército se denominó: División Pacificadora del Norte.
El coronel Victorino Garrido, se adelantó con el vapor Cazador, para conocer en terreno si el puerto de Coquimbo seguía en manos de los rebeldes o ya estaba en manos de la división de Copiapó. Como supiese que Prieto ya tenía en sus manos el puerto y que su gente acampaba alrededor de La Serena, de inmediato envió un mensajero por tierra comunicándole a Vidaurre la buena nueva. Al día siguiente, 30 de octubre, en el atardecer, ambas divisiones se reunieron, conformando una fuerza militar de unos 1800 hombres en armas.
El Intendente gubernamental para la provincia de Coquimbo, Sr. Campos Guzmán, marchó por tierra para tomar posesión de la provincia, según él, ya pacificada, a cuya capital llegó, cuando la metralla la tenía prácticamente destrozada. En Combarbalá, Illapel, Ovalle y Elqui, departamentos ya “pacificados”, Campos ordenó los sumarios contra todos aquellos que en dichos departamentos se encontraban comprometidos con la revolución, y les aplicó, con rigor, todo el peso de la ley.
El coronel Garrido, apenas tocó pie en el puerto de Coquimbo, ordenó al comandante Prieto, que aún se mantenía en Palos Negros, que uniese sus fuerzas con las de él, para marchar juntos sobre La Serena.
Así transcurrieron los días, semanas y meses y el pueblo de la Serena vivió en carne propia los rigores del bombardeo y los incendios hasta que el 23 de diciembre, en la noche, se presentó como parlamentario, en una de las trincheras de la plaza un oficial enemigo, el cual era portador de algunos documentos y cartas confidenciales del mando de los sitiadores dirigidos al gobernador de la plaza. Se cuenta que el gobernador recibió con sobresalto aquellos despachos que le llegaban por mano de los enemigos. Aquel presentimiento era demasiado cierto. El general Cruz, después de aquella horrenda batalla, donde hubo una cantidad inmensa de muertos por ambos bandos en disputa, había depuesto las armas en Purapel el 16 de diciembre, celebrando con el general Bulnes unos “Tratados”, que en verdad era una verdadera capitulación. Entre aquellos papeles recibidos venía una copia de dicho documento y también una carta del caudillo sureño dirigida a Arteaga, invitando en ella al pueblo de La Serena, a deponer las armas. Esa carta, entre otras cosas, mencionaba lo siguiente:
“…No dudará U.S., que he comprendido mui bien la misión que los pueblos me habían encomendado; pero también verá que, si me había impuesto la defensa de derechos bien positivos, no por esto debía el precio a que debían comprarse, según las distintas circunstancias en que ellos podían colocar la contienda. En tal evento, he debido preferir aquel menos costoso i que las circunstancias exijían, para arribar a la regularización que deseaba. En vista de estas razones i de la estipulación hecha del mando supremo con que se me envistió por esta provincia, cuyas fuerzas U.S manda, espero aceptará ese tratado, que con acuerdo de todos los jefes del ejército que se hallaban a mis órdenes, he creído prudente convenir”.
El coronel Garrido, un viejo zorro en el arte castrense, no lo era menos en el campo de la diplomacia, escribió al gobernador una carta confidencial, de la cual reproducimos este acápite: “…Bastantes días hemos estado en entredicho, apreciado amigo, haciendo uso del mortífero lenguaje que por desgracia del país i con harto sentimiento de nuestros corazones, han pronunciado los cañones i fusiles; i difícilmente puede haber una ocasión que nos sea más apropiada que la presente en que deben cesar las hostilidades, restaurando la paz de que por tanto tiempo ha carecido la República”.
Para Arteaga, al saber que la campaña del sur, según se lo había notificado el General Cruz en esa carta personal, como también su cuñado Alemparte, en la cual le refería la triste verdad de lo sucedido en el sur para los crucistas, y doblemente confirmado por los documentos adjuntos recibidos, el coronel comprendió que el sitio de La Serena ya no tenía razón de ser. Era un simple episodio que había que ponerle su punto final y aceptar, aunque tal decisión le fuese dolorosa, había que comprender que las reglas del juego ahora favorecían al gobierno. Por lo tanto, debía someterse, no tan sólo a las órdenes de su superior, el jefe de las fuerzas revolucionarias, el general Cruz, sino que también a la resolución que tomaría el pueblo que le había confiado su defensa. Al día siguiente convocó a reunión extraordinaria al Consejo del Pueblo, para notificarle oficialmente de la derrota de las fuerzas revolucionarias del sur.
En ese breve espacio de tiempo que duró el proceso revolucionario, sólo cuatro meses, la provincia de Coquimbo tuvo cuatro Intendentes provisorios, nombrados por los rebeldes. El último de ellos fue don José Ángel Quintín Quinteros de los Pintos,[2] un desquiciado personaje cuyas hazañas iban desde tratar de ser cura diciendo ser tocado por el espíritu santo hasta tinterillo y curandero, oficios y profesiones que ejerció en diferentes localidades del país; su última actuación alucinada fue en la desdichada capital coquimbana.
Como ya no existía ninguna persona en la sitiada plaza que fuere capaz de opacarlo como un rival, se presentó como el emisario del general Cruz, y manifestó que él estaba dispuesto a reasumir el mando de la plaza y castigar al enemigo. La proposición de don José Ángel Quintín fue recibida con entusiastas aclamaciones por la muchedumbre que al fin había encontrado a alguien que los dirigiera. Se publicó un bando en el que se proclamaba Intendente (el último de esta epopeya serenense). Bando que estaba concebido en estos términos y que reseñamos a continuación tal como fue escrito por este mismo personaje:
“Siudadanos. Movido por la imperosa necesidad de dar a conoceros el celo i patriotismo que creo caracteriza mis principios i mi ardiente selo a si la causa de la Libertad, no puedo menos de presentarme a vosotros, dandohos los justísimos pesames por el mal estado a que ha tocado vuestros derechos: mediante la Separación de vuestros mejores jefes i oficiales, en esta virtud no pudiendo desentenderme ni permanecer inerte por más tiempo viendo vuestros conflictos vengo en ofrecerme a todos con todos mis conocimientos políticos i militares apurándome en cuanto esté a mis alcances, postentandohos la mayor buena fé en mi desempeño pues no me es posible veros juguete de las patrañas i engaño del fementido Garrido, i mal militar Vidaurre. Valor i honradez i todo marchará con la felicidad que se espera. – Serena i diciembre 30 de 1851.
José Ánjel Quinteros Pinto.
El día 31 de ese año, el último día de los grandes triunfos obtenidos por los revolucionarios serenenses en esos dos dramáticos meses de la ciudad sitiada por las tropas “Pacificadoras del Norte”, comandada por el coronel Juan Vidaurre Leal, se vio izada una bandera roja que airosa flameaba al viento mañanero. Ella estaba izada en la residencia del nuevo y último Intendente de Coquimbo, don José Ángel Quintín Quinteros de los Pintos, que reafirmaba una declaración explícita de la guerra sin cuartel que se haría al enemigo.
Conociendo Quinteros el levantamiento de Copiapó, que había tenido lugar el 26 de diciembre, se había reunido con todos aquellos que ostentaban un grado de autoridad, sargentos y cabos, como también los mineros. Estos últimos, entendiendo lo difícil de la situación que enfrentaban y sin una dirección política y militar que los guiara, propusieron al gobernador don José Vicente CasaCordero y al Intendente, dirigirse de inmediato a Copiapó, para reunirse con sus compañeros; pero Quinteros, de acuerdo con el gobernador, se negó a ordenar la marcha y mucho menos partir hacia el norte con los mineros.
Sin embargo, los mineros decidieron hacer su retirada, para ello todos bajaron a la vega y se apropiaron de los caballos disponibles y algo de ganado. Cargaron las acémilas con municiones y víveres y se llevaron dos cañones volantes, uno de los cuales lo probaron inmediatamente sobre una patrulla enemiga que avanzó sobre las trincheras 5 y 6. Los mineros los persiguieron durante varias cuadras a tiros con aquella pieza. Ese mismo día, el escuadrón de mineros, conocido como “Los Yungayes”, partió hacia el norte del país.
Por su parte, el gobernador Casa-Cordero, había enviado una nota al coronel Vidaurre, quien esperaba hacerse de la plaza ese mismo día. La nota, cuyo principal acápite, anunciaba que la plaza no se rendiría. He aquí dicho texto:
“Comandancia general —Serena, diciembre 31 de 1851— En contestación a la nota de U.S., fecha de hoi, debo esponer: que en ella se hace referencia de unos “tratados” de los cuales la tropa de esta plaza no ha tenido noticia ni conocimiento de ello. Si los jefes que los celebraron han abandonado el campo, la tropa de esta plaza permanece firme, i jamás consentirá en entregarla hasta que no reciba una órden espresa del general Cruz. Dios guarde a U.S.- José Vicente Casa-Cordero.- Señor Comandante general de la división pacificadora del Norte”.
Un poco más tarde, este mismo personaje, Casa-Cordero, furtivamente escribió a Vidaurre otra nota, pero ésta en términos completamente diferentes a la anterior. Se supone que gracias a esa carta, y el hecho de poder escurrirle el bulto a su responsabilidad de “gobernador de los sitiados”, al lograr escapar de la vigilancia de los mineros, buscó refugio en el bando contrario —refugio que le fue concedido—, entregándoles, además, la valiosa información de que los combatientes de la plaza estaban ya partiendo hacia Copiapó.
Lamentablemente, aquel hombre —Quinteros de los Pinto— que se había nombrado así mismo como Intendente de la Provincia de Coquimbo, no tuvo la misma suerte que su compinche cuando se negó a tomar el mando de aquella expedición que estaban realizando los mineros a Copiapó, como era su deber, el breve altercado entre este individuo y la improvisada oficialidad expedicionaria, fue cortada por la decisión de un soldado, que agarró al intendente por un brazo y de un sólo movimiento lo montó en las ancas de su caballo. Así concluyó el breve reinado de 24 horas de este peculiar y alucinado personaje.
La columna de los revolucionarios, compuesta por unas 200 personas, había acampado a la orilla de un pequeño arroyo, distante a unos 25 kilómetros de la ciudad de La Serena, en el lugar conocido como Cuesta de Arena. Los rebeldes, vencidos por el calor, el cansancio y los efectos etílicos de la noche anterior que aún retozaban en sus cuerpos, aprovecharon las frescas aguas de aquel remanso para descansar por un breve tiempo y luego proseguir con otra larga jornada hacia Copiapó.
Esa era la intención, pero el destino les deparaba otra realidad.
Como a las tres de la tarde llegó hasta ellos, el Escuadrón de Carabineros de Atacama, comandado por el militar argentino Videla, sorprendidos los mineros inmediatamente recurrieron a sus armas formando una compacta línea de batalla y usando el cañón de bronce que trajeron desde las trincheras, contestaron el fuego enemigo y ellos, a pecho descubierto, avanzaron al trote sobre el enemigo. Pero, en aquellos mismos momentos, se presentaban el escuadrón de Cazadores y los lanceros de Neirot, que intentaron cortarle la retirada. De inmediato, los bravos Yungayes, se dispusieron a repetir su carga hacia ese nuevo frente, cuando observaron que a galope tendido llegaba un jinete que traía en sus manos una bandera parlamentaria. Era el sacerdote José Tomás Robles, el mismo inolvidable santo varón prior del convento de Santo Domingo. Llegaba él al campo de batalla, acompañado por dos integrantes del Batallón de Cazadores del ejército de Chile.
El coronel Garrido, comprendiendo la importancia que tenía la presencia de este religioso en las huestes rebeldes, fue obligado, a riesgo de su vida, a integrarse a los Cazadores, para así adelantarse y obtener con sus palabras, lo que nunca podrían las balas y lanzas enemigas, su rendición. Robles logró hacer callar el trueno del fusil de los mineros, y lo hizo con palabras que invocaban la fraternidad y la paz en nombre de Dios. Los últimos defensores de aquella heroica ciudad nunca rendida al enemigo, ahora bajaban sus armas, no como soldados, sino como buenos hijos del Redentor, y se rindieron.
Al escuchar las palabras del cura, aquellos nobles combatientes, depusieron sus armas amontonándolas una encima de otra, fuera de toda lógica militar, pero con un orgullo inmenso de haber sido protagonistas de aquel último combate. Un montón de armas que marcará también su última gloria. Con una alevosía extrema, sanguinaria y muy propia de los cobardes, los lanceros de Atacama al ver que aquellos combatientes habían depuesto las armas y estaban completamente inermes, sacaron sus sables y se lanzaron sobre aquella masa de seres humanos indefensos haciendo una espantosa carnicería, sin duda la mortandad hubiese sido mayor si no es por el comandante Las Casas y sus Cazadores, no se hubiesen interpuesto, parando con sus sables los golpes a mansalva de aquellos asesinos. Veinte y seis fueron los cuerpos de los chilenos que fueron masacrados por aquella horda de asesinos y de los 156 que quedaron vivos, la mayor parte había recibido heridas de sables, de lanzas o del puñal artero de los gauchos.
El coronel Vidaurre, en su parte al Ministro de Guerra, daba cuenta de lo siguiente: “…Los esforzados escuadrones de Atacama, al ver empeñado el combate por los 25 valientes de la Brigada de marina, se arrojaron sobre el enemigo”. Al coronel, al parecer se le olvidó mencionar en su parte de guerra que esos chilenos rebeldes muertos en el “combate” de la Cuesta de Arena, estaban de a pie, desarmados y habían aceptado una rendición voluntaria a pedido del religioso Robles.
Al atardecer de aquel triste y fatídico día, ingresaban por las calles de La Serena dos carretas cargadas de heridos, sobrevivientes todos de aquella terrible matanza efectuada por los mercenarios argentinos.
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El gaucho Juan Crisóstomo Álvarez, quien tuvo el grado de teniente coronel en el ejército argentino, y que aliado a sus compatriotas, el Dr. Domingo Oro y don Carlos Tejedor fueron los que ofrecieron y convencieron al Intendente de Copiapó, Sr. Fontanés, a Vallejo (Jotabeche) y al comandante Prieto, de dar origen a los batallones “Carabineros de Atacama” y “Los Lanceros de Atacama”, compuestos en su totalidad por ciudadanos argentinos; al finalizar su campaña en Chile, junto a un cuerpo respetable de aventureros, cuando estalló en la república hermana el movimiento revolucionario que encabezó Varsona el 26 de diciembre de 1851, emprendió, en los primeros días del año siguiente, su marcha hacia la Rioja o Catamarca, donde pierde su tropa, por deserciones o muerta en campos de batalla, fue cogido prisionero y fusilado.
Por su parte, el coronel Garrido, al desarmar a los escuadrones argentinos en Copiapó, en el mes de febrero de 1852, les dirigió la palabra, agradeciendo a nombre del gobierno chileno los grandes servicios que, desinteresadamente y con riesgos de sus vidas, prestaron a nuestra patria, y cuyo tenor fue el siguiente:
“Venis a entregar a la nación cubiertos de gloria el uniforme i las armas que os prestara para defenderla. Volvéis a vuestras casas i a vuestros trabajos rodeados de la estimación pública. Haced, pues, que, en el ciudadano activo, laborioso i honrado de la paz, no se eche de menos al soldado leal, subordinado i valiente de la guerra”.
Posteriormente, Garrido señaló. Dirigiéndose a los degolladores de La Serena, que estaban presentes en un brindis dado en su honor, estas palabras:
“La nación recordará siempre con complacencia la activa cooperación de los escuadrones de Atacama i el valor, la fidelidad i la constancia de sus jefes i oficiales i tropas”.
[1] .- Manuel Antonio Matta Goyenechea, junto a su hermano Guillermo y a los hermanos Pedro León Gallo Goyenechea, fue el ideólogo que dio origen al Partido Radical. Nació en Copiapó el 17 de enero de 1826 y murió el 12 de junio de 1892.
[2] .- José Ángel Quintín Quinteros de los Píntos, hijo de un capitán muerto en Lircay, había seguido con éxito los estudios eclesiásticos. Pero se auto-divinizó, y, estimando las autoridades religiosas que el fenómeno psicológico era reflejo de un trastorno mental, le denegaron las órdenes. La etapa más pintoresca, por cierto, de su actuación es la que corresponde a sus hazañas en la desdichada capital coquimbana en diciembre de 1851.