Por Arturo Volantines
I.- Los textos
Desde el Sur, Copiapó es un nido en el fondo del valle. Lo rodean: un patio arenoso, una sierra cúprica, un pubis de hierbas, un aire de chañares y pimientos, un rumor de conspiración y un sol que se pasea en el arco completo del cielo.
Salvador Reyes, en su texto Norte y Sur, señala que en el olor se percibe el alma de la ciudad: «olor vegetal, olor a fruta y también olor a tierra». Y aún más, en el mismo texto, Salvador Reyes añade una opinión particularizada y honda de Copiapó: «Era también en el olor donde se respiraba el alma de la casa: olor ligero que se desprendía de los muebles de caoba, de cedro, de jacarandá, olor goloso que se escapaba de las alacenas cargadas de dulces de alcayota, de membrillo, de naranja».
En cambio, Jotabeche tiene una visión fervorosa y musical: “Estimulante es la palabra Copiapó. Nadie queda tranquilo al oírla. Su sonido produce una conmoción». Esta » isla del desierto» como lo llama en artículo publicado en 1842, en un diario de Santiago y recopilado en Artículos de Costumbres de la Editorial Austral, añade que nadie se acostaba sin bailar antes una zamacueca, porque si no se estiraban las piernas se consideraba un día perdido.
Nuestro entrañable Mario Bahamonde, plantea en su Caudillo de Copiapó una visión guerrera, solidaria y cargada de gestas. En una conversación con el autor en Antofagasta, me indicaba que el copiapino nace con la revolución adentro del corazón, que en cualquier momento, en lo peor del calor del mediodía o en la modorra misma, salta y se pone sobre las armas. En este texto, al comienzo plantea: «La revolución comenzó mucho antes. Ya nadie podría precisar cuándo, pero comenzó mucho antes».
Otros autores, tienen una visión más mágica. Por ejemplo, Paul Treutler, en su libro Andanzas de un Alemán en Chile, cuenta que las muchachas doradas y bellas se bañaban desnudas a pleno día en el río. En el libro La Invención de Chile, de Armando Roa y Jorge Teillier, se recopila un manuscrito Anónimo de la Compañía de Jesús, en Portugal del Siglo XVIII., donde se ahonda en esta visión: » Extraños dragones salían a pastar a medianoche en las cercanías de Copiapó. Tenían dos cabezas, una de águila y otra de león, sus cuerpos estaban rodeados de resplandecientes conchas, tan fuertes como hierro». Y en el texto de Sady Zañartu, El Tile Vallejo y sus Cuentos, Vida del Buscón Copiapino, se reafirma esta tesis fabulesca, porque se cuentan hazañas y engaños, especialmente con referencia a los argentinos que por montones se asentaron en esta tierra.
Además, en los textos epocales de Gerónimo de Vivar, Domingo Faustino Sarmiento, Carlos María Sayago, Pedro Pablo Figueroa, Vicente Pérez Rosales, Hilarión Marconi Dolarea, Antonio Acevedo Hernández, Jorge Inostrosa, Guillermo Rojas Carrasco, Oreste Plath, Alfonso Calderón, Menardo Cano, Oriel Álvarez y en muchísimos otros se ha perspectivado acerca del “ser” de este pueblo. De ahí aún soplan algunas de las características que tuvo la gente de Copiapó y que debajo de la cáscara todavía conserva: Frontera de rebeldes y estoicos; amantes sublimes de su tierra: rodeados por un fervor oloroso, bañados por lo legendario, lo cúprico y lo mágico.
¿Por qué Copiapó les causa tan honda y caldeada impresión a sus propios hijos? Basta acudir al poema de la infancia de Romeo Murga al inicio de su único libro: El Canto en la Sombra. O, el mismo Jotabeche que sale y entra a Copiapó, enfiestado por la laboriosidad y fulgor de su tierra. O, Martín Rivas, de Alberto Blest Gana, que llega a Santiago cargado con valentía y con las huellas de su pueblo minero.
2.- El ave del alba
Siempre he dicho que lo mejor de Copiapó está en su cementerio. Ahora, deseo perfeccionar esta visión: el mejor capital de Copiapó está en su historia: en su ethós y en su pathós. Allí descansa su verdadera fortuna. Allí están sus frondosas raíces, más grandes que todos sus minerales juntos, para ascender brillosos a los próximos siglos.
La historia de Copiapó es la obra de un pueblo que ha luchado por mantenerse en dignidad en su amada tierra: contra los Incas; luego, contra los españoles, contra los peruanos y bolivianos, contra las reiteradas postergaciones de los gobiernos nacionales, contra los intestinos de los afuerinos; y, además, permanentemente contra las tragedias naturales.
En la flora: el pimiento, el algarrobo, el espino, el chañar, la tola, la chachacoma, el bailahuén, la brea nos hablan de la singularidad de Atacama. Y, en la fauna: el guanaco, la vizcacha, el zorro, el jote, la cuculí nos confirman lo anterior. Pero, aquéllos que nacieron en Copiapó pueden percibir en dónde mejor se manifiesta la esperanza, la singularidad y el orgullo de pertenecer a ese canto que sólo puede escucharse en Copiapó: Cantos de gallos al amanecer.
Los gallos son el sol alborotado de Copiapó.
Cuando niño me despertaba un horizonte de gallos. El gallo me cantaba todo el día, ya sea en el cielo o en un libro de historia o en el corazón. Gallo, para levantarme detrás mi padre cuando salía a buscar a su tropa. Gallo, para la sed cuando el desierto me envolvía en sus espejismos. Gallo, para soportar las noches heladísimas del desierto de Atacama. Gallo del ’73, con una mochila de pena y muertos. Gallo, para ver morir a mi padre y a mi madre, siendo muchacho con tres hermanos menores. Gallo, para andar por el mundo con lo puesto. Gallo, para dormir pensando en la fortuna de mañana.
Me parece que los copiapinos tenemos una forma de ser, forjados en la dureza de nuestra tierra y en la belleza de nuestros frutos: no he visto jamás a un copiapino definitivamente derrotado. En cambio, los he visto vencedores en Los Loros, en Dolores y en cualquier lugar del mundo donde se encuentren.
Los chinos sostienen que el Gallo Celestial tiene su plumaje de oro y que canta tres veces al día. Lo sorprendente es que posee tres patas. Según Jorge Luis Borges, en su publicación: El Libro de los Seres Imaginarios, el Gallo Celestial es antepasado del Yang, principio masculino del universo. Sabemos que pone huevos de oro; de allí le salen hijos que lo acompañan como un coro. Sin embargo, su descendiente de Copiapó pone huevos de plata; y, que a su vez, es pariente directo del Alicanto.
Algunos viejos de Copiapó sostienen que el Alicanto sería Dios mismo convertido en gallo; ya que éste anida adentro de las minas, no persigue a los mineros, ni tampoco le hace males, y cuando se compadece del cristiano lo deja allegarse a su nidal.
Por eso, en muchísimos documentos y testimonios -incluido uno de Floridor Pérez- se concuerda que el hallazgo de Juan Godoy en Chañarcillo sería de esta categoría; es decir, el pastor habría encontrado un nidal guiado por el Alicanto. Hay suficiente bibliografía, para afirmar que Juan Godoy encontró una remesa de plata casi pura y en la superficie, entre los arbustos.
En todo caso, el gallo de Copiapó tiene sólo dos patas, y se le suele encontrar en los laboreos habituales. También, lo llaman el Ave del Alba. En su profunda religiosidad, este gallo le baila a la Virgen de la Candelaria.
3.- Poetas legendarios
Son muchísimos los gallos poetas de Copiapó: Héroes con rasgos de humanos. Por ejemplo, algunos han destacado más allá de nuestras fronteras. Guillermo Matta, viajó y publicó poemas en Alemania y todavía sus textos aparecen en antologías universales; es, además, el primer poeta social de Chile. Rafael Torreblanca puso primero la bandera chilena en Pisagua en la guerra del ’79; y en sus horas de reposo, en plena campaña, escribía poemas de amor a su amada. Valentín Magallanes, padre de Manuel Magallanes Moure, fue Comandante en las tropas de los Constituyentes y recitaba poemas combatientes a los mineros. Romeo Murga a los 20 años ya era profesor; escribió un libro fantástico de poemas y se murió antes de los 21 años, porque ya había completado su obra. Tendría que escribir un libro de cien mil leguas, para contar las hazañas de estos poetas gallos.
En la región de Coquimbo la cazuela de gallina negra es tomada como afrodisíaco. Se dice que este caldo puede conducir al hombre al mismo cielo. En cambio, a mis abuelos se les oía decir que aquella mujer que probaba trutros de gallo de Copiapó recobraba la alegría de vivir. Tengo un amigo psiquiatra que ha hecho algunas terapias al respecto. Me dijo: los resultados han sido alentadores. Es fácil suponer esto, porque en parte, el arrebato de corazón que suelen sufrir los copiapinos tiene relación con el despertarse con el canto de los gallos al amanecer. En mi casa, allá en el Barrio Borgoño, a veces me despertaba el rebuznar de los asnos, o el ronronear de los trenes; pero cuando me despertaban los gallos que a montones dormían sobre las pircas y se alimentaban en el vergel de la Chimba —que alababa tanto Jotabeche—, andaba yo todo el día cantando. Por esto, creo firmemente que de ahí viene mi entusiasmo, porque en la raíz de la familia Reinoso no hay poetas.
Indudablemente Copiapó ya no es un pueblo tan legendario; sus vientos ya no son los de entonces. Hoy, el smog del olvido mancha los pulmones; sin embargo, en el fondo borroso de su ethós sigue siendo el mismo pueblo progresista que no acepta las injusticias, y le agrada ver a los hombres libres e igualados. El pirquinero deja capachos y barrenos, pero todavía vemos al cateador arriba de las cumbres. No divisamos al arriero guiando las nubes de asnos, pero aún en las pupilas los hijos giran las estrellas más hermosas. No viene el tren de Caldera, pero todavía algún vecino espera al pariente que regresa del cielo. No son los copiapinos los austeros y los estoicos de entonces; pero conservan en sus textos la memoria fuerte, como el fruto del chañar.
Yo creo que el Alicanto sigue poniendo huevos de plata. Por lo tanto, no tengo duda que, aquí, seguirán naciendo gallos de dos patas. Y, sobre todo, porque este pueblo bendito tiene, entre sus hijos, al gallo más gallo de América: Don Pedro León Gallo.