Lo vi más que a Neruda y a Víctor Jara. Lo vi en la Feria del Libro de Santiago, donde conversamos animadamente; en la de Mendoza, donde solo lo vi pasar tapiado por afanadas poetas. Y en La Serena. Fue a finales de enero del 2003, a propósito de la XVIII Feria del Libro de La Serena.
Ideamos con Jaime Quezada traer al poeta nicaragüense a La Serena, en un café, en el Museo Gabriela Mistral de Vicuña cuando presentamos su Bendita mi lengua sea. Era muy difícil y, menos, sin dinero. Pero, teníamos un motivo: tentarlo con una visita al valle de Elqui; para que viera su magia cósmica, la ruta mistraliana y algún observatorio astronómico. Eureka.
Desde muchacho leí sus poemas. Me parecían notables. Especialmente, sus epigramas y su Homenaje a los indios americanos (1969). Abría un intersticio en el barroco latinoamericano. Se alejaba de Rubén Darío y de Neruda. Estaba más cerca de Parra.
Luego, seguí su ruta sandinista. Creo que su papel fue importantísimo; incorporó, con otros sacerdotes, el mundo cristiano a la revolución y llegó a ser ministro. Y, también, su decepción de la revolución, que dejó de ser revolución, y se convirtió en otra patria frustrada. Sin embargo, su poesía sigue siendo un estímulo para cambiar el mundo, para que América no solo sea el patio trasero del capitalismo salvaje y enajenante.
Vino a la Librería Macondo. Se sacó una foto con mi compañera y los ayudantes. Luego, visitó La Recova y el centro de la ciudad. Al día siguiente, teníamos una conferencia de prensa en la municipalidad y una presentación en la feria del libro. Tuve que viajar a Santiago. Así que me lo perdí.
Pero, esa noche, con Jaime Quezada y un funcionario nicaragüense, cenamos en el Hotel Francisco de Aguirre. Una cena notablemente rica. Pasamos revista, primero, a la literatura. Luego, a sus proyectos, donde lo central era su propuesta cósmica y los misterios del Big Bang. Al principio, había la sensación que estábamos en una iglesia. Conversamos en profundidad. La modalidad erudita, encantadora y entusiasta de Jaime Quezada ayudó a crear un espacio grave y ecuménico.
Después nos enfrascamos en la cuestión política; en el sandinismo y su relación con la poesía latinoamericana. En el aporte de Rubén Darío. Se sorprendió de mi vocación por Rubén Darío y su vinculación con el norte: con Federico Varela, con otros poetas serenenses y con los héroes de la Guerra del Pacífico, y la justificación de ella. Le hice notar que Neruda no escribió de nuestros héroes; pero, Darío, sí. Creo que Cardenal tenía claro o sabía la importancia de Chile en Darío y en su obra y en la poesía universal.
Más adelante, empezó a señalar su preocupación por lo que venía. Le inquietaba que el ala liberal del sandinismo, se apartaba. Que esto podía terminar mal. Y la presión de Estados Unidos y de los “Contra”.
La conversación siguió ahondándose: mostraba su profundo conocimiento del mundo latinoamericano: su visión ideológica de la matriz indoamericana, su valorización del enhebrado católico y vernacular, y la importancia de este en la emergencia social.
Entramos en la alta noche. La conversación iba y venía: la lengua se soltaba y la confianza. Pedimos los mejores vinos. Afortunadamente, había de los mejores vinos chilenos. La noche empezó a chispear. La buena conversación fue desnudando situaciones más delicadas. Y aparecieron detalles no conocidos de su vida, de su obra y de su lucha política. Ya, a esa hora, era una noche inolvidable, y la remesa suficiente como para retirarse.
En vino nos soltó la lengua. Y la alegría de saber que se hablaba de asuntos importantes y que, seguramente, en mi caso, marcaría algunos aspectos de mis opiniones políticas y literarias. Considerando que soy más devoto del café que del vino, entramos de frente a cuestionar lo que estaba pasando, las precisiones y contra precisiones; cómo el imperialismo quería aplastar a la revolución. Y las presiones de la iglesia y del Papa conservador y anticomunista.
Ahí fue, cuando se me apareció la foto: Ernesto Cardenal, ministro de un pueblo dignísimo –que había derrotado a un dictador y al imperio—, hincado frente al Papa Juan Pablo II: humillado y abofeteado frente al mundo, en su propia patria liberada.
Ahí fue, cuando yo —en esa inmensa noche y sin pudor—, le pregunté por el Papa. Me echaste a perder esta magnífica cena, me dijo. El silencio fue como un cuchillo reluciendo en el aire.
Jaime Quezada pidió más vino. La conversación volvió a forjarse, amena. Y, esa noche, se alargó hasta el amanecer, probablemente.
Descansa en paz, compañero.