Quienes incursionamos en los estudios acerca de los pueblos indígenas que habitaron el norte semiárido de Chile, especialmente en los tiempos de los dominios incaicos e hispánicos, esperamos con sumo interés los avances con que Herman Carvajal ha ido dilucidando aquello que, a ojos inexpertos, categorizamos de manera general como “topónimos”, mientras que nuestro especializado amigo, cual paciente artesano del cantar lingüístico, nos dice que el “levantamiento toponomástico amerindio” está formado de fitotopónimos, zootopónimos, morfotopónimos, culturotopónimos y antrotopónimos.
Podríamos decir que hay largas temporadas sin ver a Herman. Pero sabemos que nuestro amigo está ahí, silenciosamente inmerso en sus archivos, clasificación, tras clasificación de topónimos. Al cabo de años intercambiando opiniones, conservo varias imágenes en la mente. Una de las últimas, en su acotado espacio de contraluz casero al abrigo de los textos de consulta que lo han acompañado en su derrotero académico, con el tema tertuliano a flor de piel acerca de los topónimos y la difícil convivencia con los diaguitas etnohistóricos de la vertiente occidental andina.
Al referirme a la edición del texto: Toponimia indígena del Valle de Elqui, el cual prologo con el mayor agrado, es posible afirmar que Herman culmina un viaje iniciado desde el momento en que publica el libro: Vicuña y la Toponimia del Valle de Elqui(1993)1, abriendo de esa forma el caleidoscopio respecto a los estudios toponomásticos, después que Enrique Gallardo publicara en el año 1975 Toponimia del Valle de Elqui; producciones que cristalizan primero desde el alma mater de la Universidad de Chile, sede La Serena, y luego desde la actual Universidad de La Serena.
Pero no es un viaje de sopetón. Muy por el contrario, Herman ha caminado estableciendo estaciones editas o inéditas que exceden la problemática del valle de Elqui y enhebran su obra hasta el presente, entre las cuales podemos citar Ovalle y la toponimia del Limarí (1998) e Illapel y la toponimia indígena del Choapa (2000), sumándose textos que fluyen por internet como Topónimos amerindios en la Cuarta Región: Un encuentro con nuestras raíces, Algunos topónimos indígenas de la zona de Copiapó, Toponimia indígena de Vallenar y el valle de Huasco, Toponimia indígena del valle de Elqui y Ovalle y la toponimia indígena del Limarí.
Dentro de la esfera de influencias irradiada por ejemplos como los anteriores, se encuentran otras versiones digitales como La toponimia de Vicuña, y Lenguas en el valle de Elqui, sin olvidar dos obras sustantivas referentes al Limarí: Antroponimia indígena, valle del Limarí. Poblaciones originarias, onomástica y genealogía, y Antroponomástica indígena del valle del Limarí.
Sin dudas, que concentrándose en el estudio de la variable toponomástica indígena, nuestro autor prosigue su relación con la búsqueda que lo ha mantenido en vilo en los últimos 20 años de su vida. Esto es, los diaguitas locales y su lengua. Prueba de ello es que el año 2007 publica Apuntaciones sobre el tema Diaguita en Chile: Los aportes de la toponimia. Al respecto, debo decir que, personalmente, por años, me parecía una porfía de Herman el hecho de insistir en la búsqueda del cacán como lengua de los diaguitas en nuestro territorio, aunque debemos reconocer que todavía balbuceamos tras una respuesta acerca de qué idioma hablaban, en definitiva, suscribiendo, eso sí, lo que el autor concluye en el texto del 2007: “Del análisis lingüístico del corpus toponomástico estudiado no se infiere la presencia del cacán en Coquimbo y Atacama. Probablemente, —y es lo más seguro— la lengua que hablaban los diaguitas chilenos era distinta de la hablada por los diaguitas argentinos”.
Debido a que el corpus señalado no se amarra a un tiempo histórico determinado, sino que es la suma de topónimos que se fueron generando hasta los tiempos subactuales, la serie de aportes lingüísticos indígenas que a nivel regional describen los trabajos de Herman Carvajal, supera la gamabasal que relata la documentación colonial, e incluso no considera variantes que acusen presencia de idiomas como el huarpe, por ejemplo. Es así que, en el plano regional los barridos toponomásticos en cuestión —obtenidos de las cartas geográficas del Instituto Geográfico Militar— incluyen términos de origen quechua, mapuche, nahua, diaguita, aymara, cunza, taino, pascuense, arahuaco y guaraní; listado que en el caso del valle de Elqui se acota, llegando sólo hasta el taino, puesto que el autor no encuentra topónimos pascuense, arahuaco y guaraní en el mencionado territorio.
Ante la variedad de alternativas lingüísticas obtenidas, es absolutamente necesario analizar el aporte de este conjunto toponomástico en directa relación con lo que dicen los hechos históricos. En tales circunstancias, durante la colonia, el quechua y el mapuche constituyeron la base histórica amerindia en nuestros valles; vale decir, aquello aconteció desde el siglo XVI en adelante. La lengua huarpe emerge luego, debido a la necesidad de catequizar al gran volumen de indígenas de esa nación traída de manera forzada desde San Juan y Mendoza a Santiago y Coquimbo, convirtiéndose en un tercer componente lingüístico que primó entre las comunidades indígenas encomendadas en los valles de Elqui y Limarí.
La historia también habla de otras comunidades de indígenas trasandinas, como los capayanes asentados en la zona de Limarí, aumentando el bagaje lingüístico colonial en el territorio coquimbano, aunque hasta la fecha, tales indígenas no figuran en las partidas documentales de que se dispone (archivos, visitas, listados de indios encomendados). En suma, quechua, mapuche y huarpe tienen probada presencia en el territorio local, dejando en reserva lo atingente al capayan. De esto se colige que el gran ausente en los listados de Carvajal es el huarpe y aquello significa un desafío para los nuevos tiempos, sin olvidar que los 11,35% de topónimos indígenas que se consideran desconocidos en el territorio elquino son un buen porcentaje donde podría estar la clave de aquello que por ahora queda en la trastienda.
Y si sumamos el 16% de topónimos desconocidos en el Limarí, son claras las posibilidades para indagatorias específicas; cifras que prácticamente no han variado, desde que fuera presentada una elaboración estadística a nivel regional, realizada en 1992 por la entonces tesista de la Universidad de La Serena Claudia Calderón Morales, estudio que por cierto estuvo guiado por Herman Carvajal.
Ahora bien, ¿cuál era el panorama étnico luego de los acontecimientos que sellan la suerte de los pueblos originarios que reciben el impacto de la irrupción ibérica en el valle de Elqui? Más allá de la discusión si los diaguitas etnohistóricos que describen las crónicas derivan desde tiempos arqueológicos, o si bien fueron uno de los tantos mitimaes movilizados por los incas, dicho panorama está conformado por encomiendas de indígenas mapuche (“chiles”), diaguitas, churrumatas y huarpes. Asentados en la banda sur del valle, en lo que corresponde al actual pueblo de Peralillo, alcanzando alguna vez hasta Puclaro, los diaguitas históricos figuran desde el año 1541 en adelante, pero particularmente entre 1600 y 1700, extendiéndose su presencia a la zona limarina, sin existir referencias similares para los valles de Copiapó, Huasco y Choapa. El 0,80% que representan los topónimos diaguitas en el presente estudio de Carvajal corresponden a las palabras Calingasta y Diaguita, a lo que se llega luego que en el transcurso de sus indagaciones el mismo investigador descarta topónimos supuestamente kakán como Chapilca, Yume y Uchumí. En aras de saber las razones que han movido al autor tras la búsqueda de lenguaje diaguita, valga su explicación dada al tenor de una reciente conversación en un rinconcito serenense: “Acicateado por la asistencia a un coloquio sobre el problema indígena en la Región de Coquimbo, la idea comenzó con un plan para trabajar los cinco valles considerados “Diaguitas”: Copiapó, Huasco, Elqui, Limaríy Choapa. Habiendo conocimiento arqueológico y etnohistórico del tema, la gran “deuda” era abordar la problemática lingüística. De allí que me sentí tocado y comencé a incorporar la “pata lingüística”. Busqué hablantes, glosarios, gramática y lo único que encontré fueron los topónimos. Para llegar a los diaguitas hubo que hacer un levantamiento general de los topónimos (…) “La conclusión puede ser un tanto desalentadora, pero parece que no llegué”.
Según las fuentes históricas, en particular, de acuerdo a la necesidad de la iglesia por evangelizar a la población indígena en su propio idioma, se ha establecido que en el territorio nacional la base lingüística indígena estaba formada por la “lengua del Inga o general del Cuzco” (quechua), la “lengua de Chile” (mapuche) y la “lengua guarpe” (allientac y millcayac).
La documentación establece que, a comienzos del siglo XVII, el dominio de la lengua mapuche sólo alcanzaba hasta Coquimbo y que de ahí al norte dominaba el quechua, instaurándose desde aquella premisa una serie de consideraciones que me permito señalar:
1.- Es infructuoso insistir en que el kakan haya sido una lengua nativa en Atacama y Coquimbo. Aspecto que, por lo demás, ya había dilucidado nuestro autor en el año 2007. Siempre en calidad de mínimas presencias, otros topónimos diaguita incluidos en el registro de Carvajal serían “tucumana”, en el valle de Copiapó, “chollay” y “cochipapal” en Huasco, y “catama” en Limarí.
Referente a los topónimos diaguita del valle de Elqui, Calingastano figura en los documentos coloniales. De manera que viene a ser una denominación “moderna”, aludiendo afinidad con el pueblo cordillerano de la región trasandina de San Juan. Entonces, y aún si sumáramos los términos de Copiapó y Huasco, la tabla histórica real se reduce a la palabra “Diaguita”, lo que viene a redundar en la nada misma.
De allí que, siguiendo las palabras del investigador aludido (2007), podemos comprender que: “El reducido inventario léxico atribuido al cacán, que en su mayor parte es de carácter onomástico (topónimos y patronímicos) no permite en absoluto la reconstrucción morfosintáctica ni la fonológica de esta lengua.
Por otra parte, ni siquiera se conserva alguna gramática del cacán que pudieron haber escrito los misioneros de la Colonia. De allí que las escasas referencias se limitan más bien a cuestiones externas de supuesto parentesco lingüístico o determinación de troncos y dialectos que propiamente a la índole léxico gramatical del cacán.
2.- Al haber presencia de comunidades huarpes instaladas en los valles de Elqui y Limarí, la hegemonía de la lengua quechua, como soporte de los hablantes amerindios en dichos valles debería estar matizada por la intervención de voces huarpes en el plano local. Más aún que entre 1612 y 1623 se comenta acerca de cuatro encomiendas huarpes, desarrolladas en el territorio señalado.
3.- La mayoría de topónimos en lengua quechua (45.22%), expresada en el texto ahora prologado, seguido por el mapuche (31.47%), es consecuente con la información histórica acerca del dominio lingüístico incaico de Elqui al Norte. No obstante, fuera de que lo mapuche se imponga sobre lo incaico en los valles de Limarí y Choapa, como una causa afín a lo que atestiguan los textos históricos, los topónimos que reflejan adscripción a la “lengua de Chile” también tienen buenos porcentajes —después del quechua— en los valles de Copiapó y Huasco. Así, queda establecido desde la redacción de la tesis Topónimos indígenas del Norte Chico. Nóminas, clasificaciones y elaboración estadística”.
4.- En relación a lo anterior, la sospecha de Herman Carvajal sobre “la posibilidad de una estancia mapuche en la Cuarta Región, e incluso hasta Copiapó, por lo menos durante la época del dominio incaico en la zona, si no antes”, cuenta con fundamentos, puesto que varios investigadores han coincidido en señalar que al arribo de las huestes españolas los señores Aldequín, Guanelica, y Montriri, antecesor de Aldequín y Guanelica en el valle de Copiapó, lo mismo que Mercandey y Caluba, principales del Huasco, eran caciques de estirpe mapuche. Vale decir, hay tema por discutir a partir de las instancias que sugieren fuerte presencia mapuche en tiempos incaicos hasta el valle de Copiapó, más allá de los consabidos traslados masivos de mapuche durante la administración española.
En definitiva, Herman contribuye a sembrar un camino que se enlaza con las disyuntivas planteadas desde las más antiguas anotaciones de los cronistas ibéricos, por ejemplo, lo acotado por Jerónimo de Bibar en 1557 acerca de que las diferencias lingüísticas entre copiapinos y huasquinos serían sutilezas como las previstas entre Vizcaínos y Navarros en la madre patria. También que habría “lengua de por sí” en cada valle, ante lo cual haterciado la voz del investigador serenense comentando que: “Lo más probable es que no se trate de lenguas, sino de variantes o dialectos de una misma lengua, pero lo suficientemente diferenciados — especialmente en el aspecto léxico, que es siempre el más variable— como para producir esta impresión”.
Convencidos que los estudios de Herman Carvajal han superado su original interés por descubrir vestigios de la lengua diaguita, quisiéramos concluir estas palabras acercándonos un poco más a la esencia de nuestro amigo, quien antes, en su dilatada vida académica, y ahora, en el descanso a contraluz de su señera biblioteca hogareña, ha compartido enseñanzas y archivos siempre investido de una cordial sonrisa.
Y desde esta reseñada creatividad, aún queda considerar tareas tales como indagar qué lengua hablarían los diaguitas históricos, y cuáles serían las influencias reales de lenguas como la aymara y cunza en el valle de Elqui; temáticas sobre las cuales podemos esbozar algunas ideas. La acentuada dominación inca en toda la Región de Coquimbo permite levantar la hipótesis que entre los diaguitas prevaleciera también el uso de la lengua quechua; esto es al margen del reducido 0,31% de topónimos diaguitas de Copiapó al Choapa, y la concreta existencia de indígenas identificados con este gentilicio en Elqui y Limarí. La situación quechua, en cuanto a afinidad lingüística, se extiende a los churrumatas, comunidades extendidas entre el sur de Bolivia y Tucumán, que en el plano local estuvieron encomendadas en el pueblo de San Idelfonso de Elqui, actual El Tambo, con lazos consanguíneos en el valle de Limarí. Más aún, la referencia a encomiendas compuestas por “chiles y diaguitas” en Elqui y Limarí, complejiza el problema al incorporar influencias mapuche, y por lo tanto el peso de su lengua, en este binomio étnico.
En cuanto al 1,06% de topónimos aymara en el contexto regional, con cierto despegue en Elqui (9 topónimos) y Huasco (12 topónimos), es coherente con la nula presencia en los padrones históricos de Copiapó al Choapa de indígenas que fueran señalados como tal. Se podría esperar porcentajes mayores para este componente étnico en los valles locales. Lo cierto es que “encerrados” en las cordilleranas tierras de El Salvador-Potrerillos perduran apellidos aymaras englobados en los tiempos modernos dentro de la categoría étnica “colla”, por ejemplo, Quispe y Mamani. Mientras que, en Copiapó, el apellido Liquitay —que figura allí desde 1742 en adelante— sugiere parentesco con los Liquitay o Liquitana de Caspana, entre ellos un cacique principal (1683), personajes propios de tierras atacameñas (cunzas); aunque curiosamente en el valle de Copiapó no se describen topónimos cunza.
Pero aquello queda incluido en la misión de explicar el exiguo 0,27% de estos términos en el contexto regional, sumando en ese ejercicio los registros de esta naturaleza detectados en los valles de Elqui y Choapa.
Los vestigios arqueológicos que emparentan a territorios de Chile central con los valles más meridionales del norte semiárido chileno (Limarí, Choapa), así como los grupos de mitmaqkunas que ingresan a este norte durante la administración incaica, generando influencias de múltiples identidades sobre la población preexistente, constituyen, desde ya, variaciones lingüísticas y topomásticas previas al arribo de los conquistadores europeos. En esas circunstancias podemos suponer que, de acuerdo a cifras aportadas por Carvajal, el 15,61% de topónimos desconocidos en el plano regional, más el 4,16% de topónimos dudosos, constituyen una fuente donde pudiera haber respuestas a preguntas acerca de algunos hechos históricos que hemos comentado en estas páginas, entre otras cosas, la “ausencia” de vocablos que denoten origen huarpe. Junto con invitar a los lectores a escudriñar las páginas del presente libro, también nos sentimos convocados por la obra de Herman para integrarnos a un viaje que ya frisa las dos décadas, explorando vías para un mayor acercamiento entre la realidad étnica relatada por la documentación histórica y lo que han ido exponiendo levantamientos toponomásticos amerindios como el que ahora se presenta en forma remozada.