Historia poco conocida es la que sucedió en Las Compañías, en tiempos prehispánicos, en que la cordillera de la costa florecía en esplendor.
Abundantes pastos, florecidos arbustos, aves y animales crecían por doquier, debido a las nevazones eternas en la cordillera de Los Andes, custodiada por el “gran Yastay”: guanaco blanco, inmune a las balas; rey y custodio de la manada. Águilas gigantes, pumas, cóndores, zorros culpeos, chingues, cururos, liebres, vizcachas, chinchillas, loros tricahues, perdices, codornices, entre otros, convivían libremente. Hasta hoy es corriente ver manadas de guanacos pastando libres en las llanuras del río “Los Choros”.
Tinai, niño sumiso y obediente pertenecía a una tribu prehispánica llamada, los “Changos”, hijos de la niebla o “Camanchacos”, pueblo de pescadores-recolectores asentados en la desembocadura de los ríos y al abrigo de ensenadas, como “Punta de Teatinos”, que, en su promontorio, les brindaba abrigo y protección.
Eran intrépidos marinos y expertos constructores de balsas, con cuero de lobos marinos vaciados e inflados.
“Los Changos”, podían permanecer largas semanas, pescando o mariscando, para su sustento. Mantenían la sana costumbre de respetar y obedecer al más anciano y sabio de la tribu, en este caso el rey “Carruncho”, de Cobija, en quien confiaban ciegamente.
Las mujeres tejían redes, confeccionaban utensilios y anzuelos hechos de hueso; además, de mantener el fuego en la choza, confeccionada en pieles —casi siempre de guanacos— obtenidas de la caza terrestre.
Su vida era nómada por lo que cambiaban fácilmente de lugar. Creían en el más allá y enterraban a sus muertos con sus pertenencias. Por lo que el pequeño Tinai estaba destinado a ser sepultado junto a su amigo guanaco, criado desde recién parido, y traído por sus padres en sus cacerías en Punta de Choros, según lo muestran los actuales enterratorios del Olivar, en Compañía Baja.
Niño y animal conformaban una dupla inseparable jugando libremente por playas, campos y ensenadas, otrora paraísos. Pero Tinai, un día, descuidado, se alejó demasiado de su tribu, siendo presa de las aves de rapiña, que le arrebataron su preciado animal. Pero Dios —que todo lo observa— se enterneció ante las lágrimas del niño ordenando al buitre, soltar su trofeo. Al negarse y desobedecer este en castigo le convirtió rápidamente en roca, para siempre.
Por ello, si caminas hacia el Noroeste de la Compañía Baja, por el camino antiguo de “Los Españoles”, junto a la desembocadura de la “Quebrada del Jardín”, allí donde el camino empalma con la ruta 5 Norte, a la salida de La Serena, encontrarás una ave petrificada en una gran roca, con un pequeño animal entre sus garras, que los lugareños llaman la ¡Piedra del Buitre!: ave que tuvo la osadía de desafiar a Dios, recibiendo ejemplar castigo, contribuyendo a acrecentar el corpus legendario del pueblo.