El Norte Infinito está lleno de exónimos, hasta el hartazgo. Es parte del sometimiento. Los historiadores y, recientemente, los arqueólogos han ayudado a este sometimiento, pero no es ideológico sino de displacer creativo. Y los poetas, también han sido cortos de tiro, incluida la magnífica, Gabriela Mistral, a la cual se le trató tan mal y, ahora, el oficialismo del Estado la mama y la amamanta con homenajes de cartón piedra.
Los llamados “bailes chinos” (servidores e hijos de indios y zambos) son de raíz atávica. Esta raíz es anterior a la invasión española. Tiene más de 800 años. Cuando llegaron los españoles le pusieron la pata encima. Los pueblos originarios del Norte Infinito, para mantener sus ritos y vestuarios sacrorituales, aceptaron la imposición de la Virgen del Rosario. Pura sobrevivencia, para homenajear a nuestros dioses tutelares. No es mero paganismo; es animismo.
El primer domingo de octubre y los 24 y 25 de diciembre se le baile a la Reina de Montaña en Andacollo. El baile número uno (1584) —semejante al de la Candelaria de Copiapó— de los promeseros vestidos con elegancia y propiedad de pirquineros con sus coloridos trajes de seda y mostacillas, culeros, escarpines y bonetes. De sol a sol, le danzan a esta virgen. Además, con el profundo sonido de flautones —de piedras y cañas— y tambores llenan el aire, donde el ethos se percibe completo: Pueblo, rito, aire profundo y sudor. Se puede advertir lo que verdaderamente somos.
Hay literatura interesante en torno a Andacollo, a su pueblo y a su ritualidad hereditaria. Pero, la mayoría está, como en casi todo el norte, llena de exónimos: destructivos y autodestructivos. Sin embargo, igual que su oro, algo queda en su poruña.
Encontré, tal vez, el mejor libro de poesía que se ha escrito sobre el tema. A lo menos, de lo que he leído: Romancero de Andacollo de Manuel A. Villaseca, publicado por la editorial Tegualda en 1947, con prólogo de Alfredo Cifuentes G., Arzobispo de La Serena. El ejemplar está rubricado por el autor a Hernán Díaz Arrieta (Alone).
Lo primero que sorprende de este poeta es su conocimiento del lugar, de las ceremonias, del lenguaje local y de los quehaceres propios de los mineros y de los devotos. Indudablemente, conoce, de las romerías, de las fiestas y de un sinnúmero de milagros, tanto del pueblo como de otros, relacionados con esta devoción. Por ejemplo: la mujer que se salva de un naufragio, curación de una ciega, el minero de Tamaya y otros, que ya han sido recogidos en distintos libros, incluido en el capital de Floridor Pérez: Mitos y leyendas de Chile (Editorial Zig Zag).
El autor nos marca la fina, pero absoluta diferencia entre la fe mariana y el disfraz del arlequín, que anda este, hoy, más que nunca, de aquí para allá, en su juerga banal y halloweense.
El primer poema ilumina; es de “tierra y oro”: El Romero (Atardecer del 25 de diciembre). La inicial estrofa expresa desde la hondura del aliento del hablante devoto: “¡Madre de Andacollo, el amor/ va a ti, en saeta de besos!/ ¡Gracias, que ya el camino/ alivia el cuerpo!/ Romero, a ti con mi canto,/ Señora, alcanzo de lejos”. En la segunda estrofa del mismo poema, sale de su intimismo, y se encuentra en el paraje bucólico de esa lontananza: “Va durmiéndose la tarde/ desteñida, por los cerros/ se va, y yo canto la luz/ de tus pupilas de cielo./ Señora, andas en el aire/ o vuela hacia ti el sendero”.
En el poema que sigue, llamado: En el santuario, mantiene la precisión de los versos y, aún más, mantiene la voz del que sabe de lo que habla: “¡Dios te salve, divina! Eres la Hermosa,/ la única estrella que embellece el mundo./ Dice contigo mi dolor profundo,/ que halla en tu faz la piedad de la rosa”. Es un poema de cuatro estrofas muy consistente, donde la sutileza y precisión en la construcción de los versos nos indica del fervor y dominio del sentimiento religioso.
En poema coral, titulado: Se oye el canto de las multitudes, el poeta alcanza un éxtasis de misa, de elevación, donde los versos son letanías en busca de encontrarse: con la comunión del cielo y la tierra, de las flautas y tambores, de la plegaria con la esperanza y topar el espíritu tutelar con el cuerpo sudado del promesero. Aquí, aparece la redención, el sufrimiento y el encuentro con antepasados, que, también, fueron flauteros y abrazaron, en la vida y la muerte, la alegoría de la eternidad. El poeta se sale de su armadura formal y se arriesga, para que la poesía sea arte poética.
El último capítulo se denomina: Milagros. Tiene la virtud de ser más expreso. Está dedicado a diversos prodigios, donde los devotos son reparados por milagros de la Virgen. Es muy notable e histórico el hecho que personas con nombres y apellidos son regresados del olvido. No solo por el suceso milagrero, sino por los versos del poeta, que se ubican en la regionalidad e identificación de los lugares y quehaceres de los hijos del Norte Infinito.
Es un gran aporte no solo a la poesía chilena sino al ethos diferenciado y prolífero de la identidad de Coquimbo, que, aquí, tiene el mejor ejemplo de su lugar en el mundo.
Se trata de uno de los mejores libros de poesía de Coquimbo. Sus versos me recuerdan a otros grandes poetas austeros de aquí, como Fernando Binvignat, Roberto Flores, Benjamín Vicuña Solar, Jorge Eduardo Zambra… Este libro reúne versos maestros con profundidad temática y diferenciación identitaria, que no vemos casi en la poesía local, donde repercuten más los nombres que la misma poesía.