En lo sustantivo, y pese a ello, paradójicamente, en el Norte Chico había diaguitas al comenzar la colonización íbera y se hablaba, probablemente, alguna de las variedades del cacán, pero se trataba de una comunidad incrustada, encapsulada en medio de una geografía cultural y humana distinta, como era la del Chile semiárido del 1500. Si hubo o no más colectivos diaguitas transcordilleranos implantados en otros distritos de los antiguos corregimientos de La Serena y Copiapó, fuesen importaciones étnicas hechas por los hispanos o resabios de la política colonial incásica o infiltraciones de otra clase, no es posible decirlo con enteriza verdad.
Pero es revelador que los actuales colectivos étnicos de Huasco sean los que más insistan en poseer conexión patronímica con los linajes cacanos del otro lado de la cordillera y reivindiquen un origen diaguita de sentido amplio, en la medida que reconocen vínculos históricos y lingüísticos con la etnia homónima argentina, aunque se consideran componentes fundacionales de las identidades indígenas de Chile y del Norte Chico. Por más que se quiera ser prudente en esto, incluso crítico, no se puede desconocer el derecho histórico que les asiste a los naturales de Huasco a postular su etnicidad diaguita.
Los datos que comienzan a emerger acreditan, por las razones que sean, que en el siglo XVI y después, en los Valles Transversales del norte chileno una parte de su componente étnica era de cepa transcordillerana (oriunda probablemente del territorio de Juríes y Diaguitas). El mero hecho de estar en los comienzos de la instalación colonización íbera, y después, el haberla sobrevivido en el territorio, justifica a quienes se sientan entroncados con dichos ascendientes a confesarse miembros de los antiguos pueblos amerindios del Norte Verde. El caso de Huasco habla en pro de un afincamiento demográficamente más corpulento de lo que pudiéramos pensar.
Empero, la arqueología es enfática a la hora de demostrar que los desarrollos etno-culturales de diaguitas chilenos y argentinos son divergentes, de suerte que la prehistoria más lejana no da cimiento, de momento, a la tesis de que quienes vindican ahora en el Pequeño Norte del país un ancestro diaguita ligado a los del lado oriental de Los Andes, puedan demostrar claramente un viejo lugar en la historia preincásica y prehispánica regional. La cosa es algo menos drástica cuando se trata del período de las ocupaciones cuzqueña y, particularmente, española. Éstas, con sus estrategias de traslados y “localización puntuada” de poblaciones exógenas en áreas en proceso de incorporación, si bien mediante modalidades, intereses y objetivos enteramente disímiles entre una y la otra (algo que nunca puede olvidarse), propendieron a favorecer los panoramas regionales más multiétnicos.
No podríamos decir si la conformación tripartita de la colectividad indígena que sirvió de basamento a la dominación íbera (los nativos diaguitizados de Copiapó, las comunidades propiamente diaguitas chilenas de la sección Huasco-Choapa y los grupos importados trasandinos), regía ya a finales del siglo XV producto de las colonias sembradas en el territorio por el incanato.
Pero en ese entonces, cuando menos, los diaguitas incaizados estaban constituidos por las fracciones a y b anotadas. Sabemos, por la arqueología, que los copiapoes anteriores al inca deben ser separados del conjunto diaguita típico al cual fueron ajenos y no insistiremos en ello. Tenían, no obstante, sintonías con las parcialidades de Huasco, y aún con las de Elqui, bien advertidas por Vivar, en la ideología, ritualidad, costumbres, prácticas de enterratorio y vestidos, dadas las aculturaciones recíprocas, las influencias quechuas y la común inserción dentro de una región con elementos de co-tradición en tales facetas.
Más al mediodía, pese a estos puntos de tangencia, también se expresaban particularismos elocuentes. Vivar da a entender que los “ritos, ceremonias y costumbres” de la población del Limarí eran diversos a los imperantes en Elqui. Lo mismo pasaba con la indumentaria[1]. Entre Combarbalá y Aconcagua, se desplegaba otra idiosincrasia de habla, ideología y costumbre, como que:
“La lengua de estos valles no difiere una de otra y lo mismo en ritos
y ceremonias todos son uno”[2].
Es decir, propias y diferentes a las de los distritos boreales y en un ámbito en que se hacían sentir más intensamente las influencias idiomáticas, humanas y etnográficas mapuche, incluso en las costas del Limarí. Al tenor de lo anterior en la sección meridional de lo que fue el área nuclear de implantación de la cultura diaguita chilena podrían haber coexistido a lo menos dos subáreas culturalmente distintivas: la limariense y la del Choapa (aunque ésta mucho más conectado con los procesos pre y protohistóricos, de los tres gratos valles que seguían al sur).
En definitiva, el gentilicio diaguita (que en la práctica es un marbete impuesto desde fuera, constituyendo, por ende, un acto de pura exo-adscripción), no puede ser reivindicado por ahora como un dador de identidad etno-cultural unívoca, aunque podamos mantenerlo en ausencia del nombre original (si lo hubo), siempre y cuando se sobrentienda que sirve al fin de acotar espacialmente a un posible complejo de identidades étnicas y no a una identidad singular.
En tal caso, sería más prudente hablar de entidades o de grupos diaguitas (o, cuando sea necesario, “diaguitizados”), que propiamente de etnia diaguita. Un tanto menos riesgoso, es apelar a terminologías del tipo “cultura y sociedad diaguita”, sin plural, en las situaciones en las que el gentilicio esté calificando en genérico un consorcio de cultura arqueológica tangible (i.e. cerámica, patrones de enterratorio y cierta artesanía) que, por lo menos en tiempos del incario, propendió a homogeneizarse, absorbiendo incluso a grupos que no habían sido jamás diaguitas, en el sentido en que lo entiende la arqueología.
Para siglos pre-incaicos el asunto no admite, en cambio, discusión: sólo se puede apelar a los diaguitas chilenos cuando se trata de las facciones agro-cerámicas del territorio extendido desde Huasco a Choapa, algunas ya emergiendo hacia el 900 d. C.[3], y con un origen más diverso que el que se le ha supuesto. En ciertos distritos del Norte Verde (Elqui, Limarí), tal como lo intuyeron Schaedel y Montané[4], no puede separarse su iluminación de la sombra nodriza que le presta el complejo de Ánimas (800-1200 d. C.), entidad étnica de alguna forma vinculada a las culturas ciénaga y condorhuasi del noroeste argentino (y, particularmente, a la de aguada, en el área copiapina[5]), que se afincó desde la hoya del río Copiapó a la del Limarí, de preferencia en el litoral y a la vera de los cuerpos de agua del interior.
A la postre, como dijimos, la sociedad ánimas, en ciertos focos preeminentes del Próximo Norte, amadrinó a la diaguita que en la matriz de aquella parece dar forma a sus expresiones formativas[6]. El influjo ánimas no debe, empero, magnificarse. Hay locus históricos relevantes en los cuales los colectivos diaguitas no lo manifiestan en la frente. En el confín sur de los valles regionales su paso es leve (v. gr. Illapel)[7] y en algunos —Choapa e Illapel—, los primeros asentamientos con cerámica diaguita I no se asocian a ocupaciones previas del cuño en comento, desarrollándose tempranamente y (caso de Illapel) casi al mismo tiempo que las poblaciones ánimas del cantón central de la región (Elqui y Limarí), las que allí sí engarzan con las primeras avanzadas diaguitas lugareñas (cfr. nota 5).
En el confín inverso (boreal) del territorio, al interior arcano de Copiapó, ánimas no deja lugar a la cultura diaguita sino a la de nombre homónimo (la de los copayapo de los hispanos) caracterizada por un patrón cerámico “negro-sobre rojo” que se plasma en sus consabidos “platos con llamitas”; decoración que complementa una ornamentación geométrica (volutas, espirales, rectángulos, líneas, trazos en medialuna, formas en “coma” y otras) y antropomorfos (cabezas). Propias todas de “una población coetánea al diaguita que no permitió la expansión de esta cultura más al norte del valle del Huasco”[8]. Al menos hasta el siglo de hegemonía cuzqueña, habida cuenta que “todo lo que antiguamente se tomaba como presencia diaguita no era otra cosa que expresiones de carácter Diaguita incaico”[9]. Éstas recién alcanzan el interior de Copiapó llevadas por avanzadas meridionales que arriban en clase de “mitimaes incaizados”[10]50.
En Copiapó, la intensa presencia ánimas no dejó lugar a una sociedad diaguita genuina, sino a una de sesgo netamente comarcano (y de lengua diferente, según viejas fuentes). En Choapa e Illapel no hubo implantación ánimas y, paradójicamente, despuntó una comunidad diaguita que, al menos en el segundo, es cronológicamente contemporánea con ella. Más al centro, ánimas va estrechamente asociada a la entidad diaguita por un sutil cordón umbilical. Donde antes hubo uniformidad aparentemente incontestable, hoy apreciamos, con mejores datos, diversidad y desarrollos locales relativamente independientes.
Así, a la llegada de la división del mariscal Almagro (1536) un manto de relativa uniformidad parecía cubrir los valles transversales. Relativa e incluso engañosa, si consideramos que la aguda retina de Vivar notó que por debajo de esa capa de similitud ardían las ascuas de la etno-diversidad. Copiapó y Huasco poseían dialectos propios, pero mutuamente comprensibles. Los aldeanos de Elqui se expresaban en lengua propia y otro tanto ocurría en Limarí. Desde Combarbalá hasta Aconcagua otra unidad de habla y costumbres era posible[11].
No sabemos a ciencia cierta si esas asimetrías responden a una diversidad incentivada por la ocupación inca a través de las densas colonias implantadas por su administración o es efecto, como conjetura Hidalgo, de una complejidad mucho más antigua; relacionada con las distintas avanzadas ánimas llegadas de la ultra cordillera, con la consiguiente inserción en los valles transversos de poblaciones en posesión de lenguas de la familia cacana, las cuales terminaron por evolucionar separadamente en los valles regionales[12].
Tampoco puede zanjarse afirmativamente la atinada presunción de Ampuero, en cuanto a que la explicación de esos contrastes etnológicos debería buscarse en la misma diversidad de una prehistoria regional, en la que cada valle podría haber conservado variantes idiomáticas ancestrales, generadas por las sucesivas oleadas de población que ingresaron al Norte Chico[13].
No es imperioso que una afinidad arqueológica relativa (como la que ocurre durante la dominación cuzqueña) se traduzca en conjunción de etnicidad. Nosotros mismos creemos que la población etnohistórica temprana del Norte Chico —la del siglo XVI—, estaba conformada a lo menos por los tres conjuntos étnicos ya referidos, diversos unos de otros, más una entidad de pescadores (camanchacas), marginal a los desarrollos agro-alfareros locales pero que mantenían ciertos vínculos de dependencia con algunos cacicazgos zonales (Copiapó).
En el hecho, solemos agrupar bajo la sombrilla de diaguitas a los tres primeros conjuntos, sin reparar en su variedad etnológica y las historias culturales distintivas que portaban consigo. En el día, el endónimo diaguita ha sido reivindicado y repuesto legalmente, tomando como referencia esencial a la población, que realza sus nexos ancestrales —entre otros los patronímicos—, precisamente con los diaguitas argentinos, conglomerado que, en parte, fluyó hacia el Norte Verde en siglos históricos. Y están justificados. Cuando realizó la visita el licenciado Santillán, había naturales muy localizados que se encontraban fijados en un pueblo y repartimiento que reconocía expresamente ese gentilicio. En tal sentido, pueden vindicarse como una población amerindia viva al iniciarse la colonización castellana del territorio.
Con todo, la entidad cuya prehistoria se halla largamente enraizada con el territorio semiárido chileno, y que a falta de mejor nombre es llamada diaguita en los tratados de historia y arqueología, pareciera haberse desintegrado bajo la ley de hierro de la conquista española y diluida en el torrente desatado del mestizaje biológico y cultural. No necesariamente, pues ella se encuentra, desde una perspectiva histórica rigurosa, cabalmente representada por los grupos étnicos que en el día se reconocen diaguitas, si bien nadie puede negarles a éstos su perfecto derecho a proclamarse tales en tanto tienen demostrada su presencia en el territorio en el primer momento de la ocupación hispana de él.
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[1] Vivar, 1558, fs. 32.
[2] Id., fs. 38.
[3] Respecto a Ánimas una fecha de C 14 de 905 más-menos 95 d. C. “marcaría el momento en que se están generando los inicios de esta cultura”, Ampuero, 1978, 36. En relación a la diaguita, el mismo Ampuero, 1978, 31, ha sostenido una cronología tentativa no fincada en fechados absolutos, estructurada en tres periodos: diaguita I (1000-1200), II (1200-1470) y III (1470-1537), si bien en sentido estricto tiende a situarla entre el 1200 y 1536 (Ampuero, 1991, 17); obviamente, la hace partir de lo que estima es el comienzo de su período “clásico”, al tiempo que Ánimas queda extendida entre el 800 y el 1200 d. C., postulando una nítida y bien calibrada sucesión lineal en que diaguitas necesariamente sigue históricamente a ánimas. Recientemente ha ratificado esta misma secuencia (Ampuero, 2007, 65, 70-77). Suárez, Cornejo y Román, 1989, apoyados en fechados por termo luminiscencia (TL) han reformulado el cuadro, postulando una fase I, entre el 975 al 1320 d.C., II, entre el 1390 al 1430 d.C. y III desde el 1510 al 1520 d.C., con un “clásico” más tardío y breve y un más corto período inca-provincial. Rodríguez et al., 2004, han cuestionado severamente la calidad técnica de la muestra que cimentó esta datación. Los varios fechados absolutos obtenidos por el team de citas en el río Illapel les ha permitido formular la siguiente secuencia: Diaguita I, 850 al 1.250 d.C.; Diaguita II, 950 al 1.300 d. C; y Diaguita III, 1.350 al 1.520 d.C. Se colige que las fases I y II coexisten lo que habla de desarrollos locales alternos, coexistencia de facies y un desarrollo temporal anterior e independiente del diaguita de Elqui y Limarí. En estos últimos, dado que el período siguiente a molle fue copado cronológicamente por el complejo ánimas, las fechas del diaguita I serían más tardías. Empero, es más plausible que este aparente desfase sólo corresponda a una menor investigación y particularmente a la falta de fechados absolutos para los valles de Elqui y Limarí. No obstante, puntualizan, se debe aceptar un alto nivel de independencia sectorial entre lo ánimas y lo diaguita I y aún la probabilidad de una coexistencia de ambos en determinado momento, haciendo factible pensar que al valle de Illapel únicamente arribaron poblaciones del diaguita I (ca. 900 d. C.), en etapas en que, más al norte, ánimas y diaguita I convivían. No en todas partes diaguitas siguió a ánimas y en algunas, la facie I diaguita se inicia ya en el siglo X d. C., e incluso antes.
[4] Schaedel, 1957, 39; Montané, 1971, 170.
[5] Niemayer, Cervellino y Castillo, 1988, 164.
[6] P. e., aquellos entierros ánimas en que las tumbas están marcadas por rectángulos de piedra o los cuerpos se depositan sentados y con las piernas plegadas dentro de pozos circulares o de forma elíptica, como en Huasco; o, sencillamente, los muertos, en posición flectada, están cubierto apenas por una capa de tierra o por bloques y estructuras circulares de piedra, y a ratos sin la compañía de camélidos sacrificados. Cf. Cornely, 1956, 30; Castillo, 1997, 274-75.
[7] Cantarutti y C. Solervivens, 2003.
[8] Niemayer, Castillo y Cervellino, 1998, 164. La cultura Copiapó, claramente de vocación interior, tuvo mucho menos énfasis en la costa y no sobrepasó hacia el sur, salvo excepciones de menor cuenta, la latitud de Huasco. Mantuvo asentamientos aldeanos muy densos y emplazamientos de montaña marcadamente defensivos, durante el intermedio tardío, pero con mayor visibilidad temporal entre el XII y la segunda mitad del XV d. C., presentando analogías con la ergología diaguita —jarro, zapato, urnas y equipo para inhalación de drogas— “pero la población tardía de Copiapó no es diaguita”, íd. 164 et seq.
[9] Id., 165.
[10] Id. Sin embargo, la influencia diaguita se deja sentir en el litoral copiapino y avanza al norte a través de la costa hiper árida.
[11] Vivar, 1558, fs. 27, 29, 32, 38.
[12] Hidalgo, 1997, 289.
[13] Ampuero, 1991, 31.