Se sabe que desde su aurora griega el pensamiento político de Occidente supo revelar en lo político la esencia de lo social humano (el hombre es un animal político), percibiendo al mismo tiempo la esencia de lo político en la división social entre dominadores y dominados, entre aquellos que saben y por lo tanto mandan y aquellos que no saben y entonces obedecen.
Pierre Clastres; Recherches d’Anthropologie Politique.
1. La Producción de la Apariencia
Lo político es uno de los códigos que más contribuye al Malentendido porque no rompe el círculo más que para construir otro. Cuando Maquiavelo devela lo político, lo hace para mejor comprenderlo y mejor servirlo. Sería entonces absurdo chillar y escandalizarse haciéndose eco de la manipulación moralista del Malentendido. Contra lo que suele pensarse cuando se piensa- Maquiavelo no construyó un método, sino que se dedicó a mostrar lo que es, inscribiendo las leyes de un universo que ya existía –que había logrado imponerse. El Poder, de ese modo develado, no puede más que arrojar a aquel, su servidor, en las manos del Malentendido y hablar del maquiavelismo en anatema. Es así entonces como se opera el prodigio del lenguaje político -moderno o no, y previsto, por lo demás, por el mismo Maquiavelo- y que consiste en hacer lo mismo como si se tratara de lo contrario.
Lo político es el espacio de la apariencia donde la totalización de la fuerza está unas veces al lado opuesto de la doctrina, otras veces del lado mismo de ella, pues siempre permanece al interior del discurso de los amos (la tan mentada camerae obscurae estaría allí). Lo fundamental es entonces la detección de los flujos de la fuerza de tal manera de poder inhibirla o bien de suscitarla. Así, la substancia de todo el universo político sería la fuerza; la manipulación política de la misma se ejerce por medio de una ideología que debe enunciarse, ella misma, como substancial, enmascarando así su “carácter adjetivo” como propone el filósofo chileno Juan Rivano (1972), porque no será la ideología la que va a crear la fuerza sino que a la inversa: es la fuerza en cuanto tal la que determinará la ideología.
El principio de lo político -y esto Maquiavelo lo sabía demasiado bien– es la fuerza. Que a este principio elemental se le sume la justificación teórica que consiste en manipular las mentalidades del cuerpo social, operando el prodigio de los “saltos cualitativos” junto al querer-ser, se despliega en todo su esplendor en un trozo escogido de Hegel (Filosofía del Derecho) y en el cual Occidente continúa mirándose a sí mismo. Este trozo es un ejemplo, entre varios, de lo que el Malentendido escribe con mayúsculas: la mezcla unitaria de lo que atrae y de aquello que es (y que repele): «El Estado es la realidad en acto de la libertad concreta; ahora bien, la libertad concreta consiste en que la individualidad personal y sus intereses particulares reciben su pleno desarrollo y el reconocimiento de sus derechos para sí (en los sistemas de la familia y de la sociedad civil), al mismo tiempo que de sí mismos se integran al interés general, o bien reconociéndolo consciente y voluntariamente como la substancia de su propio espíritu y actúan para él como su objetivo final. Resulta entonces que ni lo universal tiene valor ni es realizado sin el interés particular, la conciencia y la voluntad, ni los individuos viven como personas privadas orientadas únicamente hacia su interés sin querer lo universal; ellos tienen una actividad consciente de ese propósito. El principio de los Estados modernos tiene ese poder, de extrema profundidad, de dejar el principio de la subjetividad realizarse hasta el extremo de la particularidad personal autónoma y, al mismo tiempo, de regresarla a la unidad substancial y así mantener esa unidad en su principio mismo».
Por una parte, el Estado “es la realidad en acto de la libertad concreta”, por la otra, “la individualidad personal y sus intereses particulares[…] se integran al interés general, o bien reconociéndolo consciente y voluntariamente como la substancia de su propio espíritu, y actúan por él como su objetivo final”. Hegel define aquí al Estado como propósito, como un fin en sí -como expresión del Espíritu absoluto-. Definición disimulada, por decirlo así, en un discurso sobre el interés general. La ideología, lo sabemos demasiado bien, ornamenta su discurso de la fuerza con el discurso de la verdad, de la justicia, de las grandes palabras (verbi gratias: Libertad, Igualdad, Fraternidad). Siempre se parte de una definición del Hombre acorde con aquello que se quiere justificar, a saber: “los individuos [no] viven como personas privadas, orientadas únicamente hacia su interés sin querer lo universal; ellos tienen una actividad consciente de ese propósito”. El discurso hegeliano, discurso teológico de la generalidad -y por esto, podríamos postular, totalitario-, se muestra también como una especie de autoconciencia de la sociedad occidental, no sólo en lo que concierne a su movimiento histórico –el resultado-, sino que en lo que concierne al Malentendido -el Poder reposa sobre una ficción: “el principio de la subjetividad [se resuelve] hasta el extremo de la particularidad personal autónoma y, al mismo tiempo, [se mantiene] esa unidad en el principio mismo”-. En otras palabras, es la unidad de la expresión del Espíritu con el principio de la subjetividad. Feliz prodigio el de la ideología: convencer con el querer-ser. Y precisamente porque su doctrina rompe con el discurso del querer-ser, siendo una pintura desnuda de la máquina que es omnipotente sólo porque se cree en su realidad Una, es que Maquiavelo devino sinónimo de monstruo malvado y abominable para asustar a los incautos y continuar con el simulacro. El discurso maquiavélico es un discurso en tono menor en el que las grandes palabras tienen su lugar como sustento de la fuerza real.
Ejemplo de la disimulación del Príncipe es el discurso, atravesado por la ira moral, de uno de ellos, Federico II (El Anti-Maquiavelo): «Hay personas convencidas de que Maquiavelo escribía más bien sobre lo que los príncipes hacen que sobre lo que debían hacer. Este pensamiento gustó a causa de que tiene alguna apariencia de verdad. […] Que se me permita abrazar la causa de los príncipes contra aquellos que quieren calumniarlos, y que salve de la acusación más horrorosa a aquellos cuyo único empleo debe ser el de trabajar por la felicidad de los hombres». Lo que el Poder no perdona es la manera transparente en que se develan las modalidades de lo político -la astucia, la máscara, la fuerza, pero en vistas del despliegue del Poder en sí y no de un supuesto interés general-, puesto que pueden provocar el derrumbe del principio mismo de la sociedad de Poder, a saber, la ficción del resultado (histórico) y de la unidad substancial de la totalidad social. Dicho de otro modo, ahí tenemos lo que postula el filósofo chileno Juan Rivano (1972): «El político no falsifica los hechos para que queden en la eternidad, sino para mantenerse con lo aparente mientras le llega auxilio real./ El límite para falsificar los hechos no es la conciencia del político sino la tolerancia de la realidad./ Dueño de los medios de comunicación y urgido por las circunstancias, el político no tiene límites para falsificar.»
2. La Imitación de lo Antiguo
En el interés de una parte de Occidente, en estos últimos tiempos, hacia los modos de vida “originarios” de los “indios” de América –como contrapartida al “modelo griego” de la democracia, y que se presenta como insuficiente o, incluso, como “responsable” de la tentación totalitaria-, hay todavía imperialismo blanco. La actitud de aquel que va donde los “indios” para encontrar nuevas soluciones es aquella del imperialismo blanco que va a las colonias para encontrar soluciones a las crisis del Imperio. Del mismo modo que se robaba materias primas a las tierras aún vírgenes y se traficaba con la fuerza de trabajo de las colonias, se quiere, ahora que todo un mundo está en una crisis sin vuelta (aunque la virtualidad haga bien su trabajo), ir a robar modos de vida que, ya perdidos para siempre porque aún despreciados y reprimidos, han revelado una sabiduría incalculable. El Malentendido se desliza aún más en esta actitud porque hay allí, todavía, prurito universalista -de paso, se integra a los “indios” (negándose su especificidad) en un nuevo modelo universal en cuya elaboración ni siquiera han participado: nada más alejado de las aspiraciones de los “indios” que transformarse en modelo general.
Tratar de recuperar una visión del mundo a la que no pertenecemos y que es casi puro recuerdo -a juzgar por el triunfalismo libre mercadista y el ningún respeto efectivo a las aspiraciones de las “minorías étnicas”- es, al menos hoy en día, pura mala conciencia. Tratar de reconstruir un lenguaje quebrado cien veces -o de agregar el componente arcaico, lo que falta, a la transposición de un modelo universal de recambio (tipo Sendero Luminoso)-, revela una impotencia que sigue robando a falta de algo mejor, porque se trata, claramente, de un lenguaje otro que pertenece a un cuerpo social específico que ha sido roto, masacrado, anulado y destruido en el nombre de los mismos principios que hoy día parecen encontrar allí, sino una salida a la crisis, al menos algo digno de imitación.
Porque no contentos con haber destruido un tiempo diferente (una vez más, destrucción y negación del Otro), nos inclinamos ahora sobre sus restos para robarlos, para devorarlos, para seguir invadiendo lo que sobrevive contra viento y marea (y sin necesidad de piedad ni designación de objetivos universales). Porque no podemos soportar que todavía quede algo que se nos escape: todo debe terminar siendo asimilado, recuperado, enrejado, devorado, explotado, imitado. Occidente siempre buscará su objeto para invadir, para lucrar, para territorializar, para imponer. Porque ya no tratamos ni siquiera de encontrar eso otro que nos hará ser lo que somos, aunque sea en esta experiencia del negativo que es el Occidente y en el que la superficie muestra, a pesar de todo, diversos agenciamientos y cromatismos que lo hacen posible. No. Si la evidencia de un modelo que no funciona se hace insostenible y los viejos ídolos caen por su propio peso, entonces tratamos de recuperar otros modos de vida aunque no nos pertenezcan o no pertenezcamos a ellos -perdemos el propio ser y ni siquiera accedemos al Otro: y digo bien perdemos, no mutamos o transformamos-Y se hace buenamente, una vez más, la misma operación que nos ha conducido a este impasse: la pura imitación de un pasado imposible. Es indudable que el europeo (ecologista o no) nada tiene que ver, en general, con los ―indios‖ y sólo conseguirá transformarse en caricatura. Otro tanto ocurre con ese prurito imitativo entre nosotros. El viejo Nietzsche ya lo decía en una de sus Consideraciones Intempestivas (y a pesar del obligado tributo -alemán- al modelo griego): «Cuando el sentimiento de un pueblo se endurece de tal modo, cuando la historia sirve a la vida pasada hasta el punto de minar la vida presente y sobre todo la vida superior; cuando el sentido histórico no conserva ya la vida sino que la momifica, entonces es cuando el árbol se muere de una muerte que no es natural, comenzando por las ramas para descender hasta la raíz, de suerte que la raíz misma acaba por pudrirse. […] Se asiste entonces al espectáculo repugnante de una sed ciega de colección, de una acumulación infatigable de todos los vestigios de otro tiempo.»
El retorno a las fuentes -y su imitatio– sigue siendo una obsesión del código político. El pensador francés Lacoue-Labarthe dice (1987), en relación a lo que Heidegger llamaba la ―verdad profunda‖ del movimiento nacionalsocialista, que en cuanto «a la esencia, mi intuición es que la imitación (es decir lo que la metafísica entiende con ese término) es decisiva en la formación de lo político moderno». En los años 30, Heidegger -y no sólo Heidegger, como puede verse, en relación al Heimat– ve a Alemania en el destino de Atenas o, al menos, quiere que así sea. Décadas más tarde hablará del retorno a los orígenes como ―paso hacia atrás‖: «Paso hacia atrás quiere decir que el pensamiento retrocede frente a la civilización mundial y, tomando sus distancias con ella, pero no negándola, se introduce en lo que debía permanecer todavía impensado al comienzo del pensamiento occidental, pero que está ya igualmente nombrado y dicho así, desde antes, a nuestro pensamiento» (1967).
En nuestro continente, lo que Europa ve en Grecia, América Latina lo ve en Europa y, a través de ésta, en ella. El poder del mito como fundación se refunda en lo político moderno en ese ―paso hacia atrás‖. Pero la esencia de esa fundación y de esa refundación es la que muestra el fascismo (aunque sea en su vertiente más ―tolerante‖) como estética e identificación emotiva de las masas -como re-presentación-. Las dictaduras militares latinoamericanas de las últimas décadas se encargaron de introducir ―nuevos contenidos‖ a esta saturación histórica.
Lo político moderno como mimesis. Tucídides hace decir a Perícles lo siguiente: «Nosotros amamos lo bello con frugalidad y el saber sin molicie». Para Lacoue-Labarthe no se encuentra en ella la carta fundadora de nuestras democracias, pero sí el programa de lo que se ha realizado en el horror y en la herencia del mismo. Porque, como lo destaca Horkheimer (1947), para el discurso de los amos el «poderío debe aparecer como eterno y no como efímero». Es más, la razón será siempre invocada de una manera u otra (¿qué más razonable que ―lo bello con frugalidad‖ y ―el saber sin molicie‖?: la intervención de las universidades durante las dictaduras militares latinoamericanas demuestra hasta la saciedad la realidad de estas razones), de tal modo que, como lo dice el mismo Horkheimer: «Que a diferencia de la muerte por Moloch la muerte por la patria sea racional, se explica por el hecho que sobre el campo de batalla moderno el poderío del Estado debe ser defendido, porque sólo el Estado puede garantizar la existencia de aquellos a los que se reclama el sacrificio».
3. Poder e Imitación
Pero no todo retorno a las fuentes (a los orígenes) se vive como representación o como mimesis. Otra cosa es el retorno a las fuentes como encuentro y/o como intercambio (en el goce de la hospitalidad), para poder pensar el origen de ese malencuentro que ha encadenado el cuerpo social en una sociedad separada, dividida, injusta. Es decir, un discurso que no busque ―soluciones‖ a la crisis ni la acumulación de conocimiento para la formación de un nuevo saber-poder, sino más bien, un discurso que sea puro encuentro y lo suscite: un pensamiento político solitario -como el trabajo de una rata: una madriguera, dirían Deleuze y Guattari-. No se trata entonces de ―volver a los orígenes‖ o de dar un ―paso hacia atrás‖, sino que de construir un relato paralelo. La elaboración de un pensamiento político fuera de la esfera política tradicional, un pensamiento (una genealogía) sobre ese origen que hizo del cuerpo social un cuerpo separado de su poder político, y que incluya también a los otros orígenes en tanto afirmación de lo múltiple.
La existencia de sociedades sin Estado -estudiadas, entre otros, por el etnólogo francés Pierre Clastres- y que sobreviven paralelas a la nuestra afirma la polimorfia al interior mismo de la maquinaria occidental (y demuestra, absolutamente, la no linealidad de la Historia). Pero digo bien, que afirma la polimorfia y no que muestra la posibilidad de otro modelo basado en ellas. No se trata aquí de elaborar para América Latina un retorno a los orígenes que hará que nuestro proceso de identificación tenga una realización más acorde con nuestros propósitos. No se trata de fundar ni refundar nada, ni aunque sea con la fuerza identificatoria del mito o con la distancia, siempre sabia, del ―paso hacia atrás‖. Tal vez sólo quede la posibilidad de multiplicar los relatos paralelos, porque multiplicar los relatos paralelos es destruir, desde ya, la relación misma de lo político -el Poder y sus despliegues-. Poner en duda, cuestionar la relación misma de lo político, del poder en democracia y viceversa es poner en movimiento la circulación de intensidades. Hacerse conductores (tensores) de energías y cromatismos es, desde ya, desplazar lo político como ficción o como mimesis por su metamorfosis: la pura afirmación.
Ni Poder ni Imitación, se tratra de desplazarnos del campo de lo político metamorfoseándonos en pura economía de pulsiones, en pura creación de superficies de goce. Más allá del Bien y del Mal, somos sólo cuerpo. Frente a todas las puestas en guardia de la moral y de sus sacerdotes queremos decirlo con Quevedo: polvo somos, mas polvo enamorado.
In Materias Salvajes (códigos, desplazamientos, reverberaciones); Ediciones Satori, 2ª edición corregida y aumentada, USA/Chile 2016.